Estaba todo escrito en todos los lugares en los que podía estarlo. Alguien estaba jugando con plena confianza en mi estupidez, y ganaba. Eso no sienta bien. No suele sentar nada bien. No suele ser un buen comienzo para coger confianza. Todas las horas en un cajón mientras la noche desplaza al día que, aburrido, sólo quiere largarse y cogerse una buena toña en algún sitio.
Más o menos como yo.
Había intentado acercarme de todos los modos posibles. Primero hice bastante el tonto como estrategía, y compré flores y bombones e invite a cenar y demás chorradas tópicas que suelen funcionar sin renquear demasiado.
Con ella no sirvió de nada, por supuesto.
Me dijo gracias, sonrió, comió un bombón y me dijo: «¿esto es lo mejor que sabes hacer?, te va a hacer falta más».
Y cogió su preciosa sonrisa, sus ojos ligeramente achinados, sus preciosas tetas y su ombligo-orgasmo, se dio media vuelta para enseñarme su culo lítico y desapareció doblando la esquina. Yo me quedé en la puerta del restaurante preguntándome cuándo hice el último curso de reciclaje. Eso de cara a la galería, claro. En realidad me quedé pensando por qué me gustan así de difíciles. Por qué me empeño en no aprender nunca, como si mantenerme ignorante fuera una delicia moral, o un postulado honorable o el lugar en el que me gusta pasar las vacaciones en verano tranquilamente.
Otro día nos emborrachamos en un garito asqueroso, comimos perritos con mostaza en una ninguna parte como otra cualquiera, y follamos como bestias en mi cama hasta que se hizo de día. Supongo que como panteras, así me lo imagino. Al menos, en la intensidad en la que soy capaz todavía. Creo que fue bastante bien, dadas las circunstancias. Se despertó al mediodía, se comió mis tostadas, se bebió mi café, me dio un beso en la mejilla y me susurró al oído: «sigue buscando, cariño».
Y, claro, de nuevo se fue, con todo su séquito: tetas, culo ombligo, ojos… Se llevo las luces con ella, sabiendo perfectamente lo que hacía.
Esta vez no había sido más que una derrota parcial, por supuesto. Yo ya sabía que no iba a conseguir más que hacerme ganar tiempo y llevarme unos polvos de regalo. No es bastante, pero a veces es suficiente. Según el día, puede ser una victoria entera y absorbente. Puede serlo todo.
Ya.
Pero ella seguía ganando. Seguía apostando, y ganaba una y otra vez. Y todo porque contaba con mi estupidez, en plena confianza, y yo no le fallaba.
Era estúpido como ninguno.
Ayer fuimos al cine, y en la oscuridad de la sala grité «deja de tocarme, por Dios, joder, deja de tocarme, quiero ver la puta película» hasta que vino alguien de seguridad y nos echó. Su mirada era divertida. En ningún momento dijo nada. No se sonrojó. No se avergonzó. Sólo miraba para ver si yo podía llegar a alguna parte. No hizo nada por evitar nada.
Cuando nos depositaron amablemente en la puerta me dijo «me apetecen unas tortitas». De acuerdo, pago yo. «No, tonto, estas corren de mi cuenta».
Y me fui andando tras ella, detrás de la piedra que se bambolea entre sus caderas sin aparente esfuerzo.
Parece que este estúpido aún puede respirar, de cuando en cuando. Aún así… todo estaba escrito por todas partes, en todos los lugares en los que podía estarlo. Estaba escrito, bien escrito. Nada terminaría bien, porque nada que merezca realmente la pena termina nunca bien.
Por eso todas las historias, las novelas, las películas, los cuentos… todo tiene un final. Un punto a partir del cual todo sucumbe, decae, se marchita, se agosta, fracasa.
Y por eso lo dejamos aquí, que es cuando aún podemos mirarnos a los ojos y felicitarnos por el partido, intercambiar banderitas conmemorativas y emplazarnos en la próxima temporada con brillo en los ojos.
Y esa extraña intensidad en la mirada que no desaparece ni cuando apartas la vista.