Animado por el repelente de mi insomnio, contaré la primera historia del sábado. La de Milton (corrígeme, Rosa, si me equivoco). Estábamos camino del garito de turno cuando nos cruzamos con él (no recuerdo cómo comenzamos a hablar). Nos paramos a apoyarnos en un coche (que necesitaba apoyo) y la policía paró delante de nosotros. Nos fuimos escopetados porque nuestro nuevo amigo no tiene papeles y ciertas miradas policiales es mejor esquivarlas, hacer como que no van contigo y alejarte sigilosamente. Estuvimos hablando con él de su situación y de lo que hacía aquí. Lleva tres años en España, trabaja de limpiador, tiene mujer y dos críos, y por supuesto, tiene formación, es informático. Fuimos a meternos al garito de turno y, por supuesto, no le dejaron entrar (bueno, la verdad es que él estaba muy borracho y no sé dónde se había metido para ensuciarse tanto, supongo que perreando por los bares de Madrid). Nos cabreamos con el seguridad y nos fuimos de allí, indignados.
Seguimos hablando. Le pedí su número de teléfono. Me dijo que no. Supongo que debo parecer un animal, físicamente hablando. Le di el mío y quedó en llamarme. Quién sabe si lo hará. Supongo que no. Cuando ya lo supimos todo y estábamos bien cabreados, nos despedimos, asegurando que nos veríamos otra vez. Rosa, Rodrigo y yo nos alejamos. Miré a Rosa. Le dije ¿qué hacemos ahora? y me dijo la verdad es que me apetece una copa.
Volvimos sobre nuestros pasos y entramos al mismo garito.
PS: seguro que no era ese su nombre y sí,
lo juro, entramos al mismo garito. Sic.