Poder pensar,
sin miedo alguno a la
confusión que vendrá después.
Yo no quería nada más que
seguir mirándote reír. Tú no
evidenciabas tu esfuerzo en esas
sutilezas. Yo, tú… distancias.
Nos gustó vivir de alguna manera
juntos, más de lo que jamás nos
confesamos. No eran buenos tiempos,
yo tenía que andar de lado para
descansar los zapatos, las tiendas
mostraban sus fauces bien abiertas sin
estar dispuestas a tragarnos cuando
aún caminábamos, y los semáforos
jugaban a verde, ámbar y rojo.
Pienso que poco importa ya
que no tuviéramos regazo, que no
supiéramos tenerlo el uno con el
otro. De eso sólo recuerdo
los silencios, ya bien poco.
Nunca supe dónde dejé nuestro
mechero, aquel verde
que, al pulsarlo, erupcionaba
fuego en forma de llama
anaranjada, siempre
dispuesta a encender un cigarro,
un segundo o un mal comienzo.
Nunca sabré por qué te hablaba
como si tuvieras cinco años, por qué
ya no me quedan cuestas abajo o
por qué el sol siempre atardece
cuando empiezo a disfrutarlo.
No sabré ya jamás por qué guardabas
los zapatos con el tacón apuntando
hacia el techo del armario, por qué
no digerías el arroz ni abrías al
cartero cuando él te esperaba agarrado
al pulsador del telefonillo de abajo,
del portal, ese zaguán tan fresco que
siempre nos duchaba en verano.
Como puedes ver, ya bien poco.
Días esquematizados, articulados
en sus rutinas y sus manías que
en estos nuevos tiempos ni siquiera
suceden.
Y los días que no suceden a veces
se sienten mejor si se piensan
olvidados.