Nadie puede salvarte. Es un hecho. Nadie puede salvarte porque, simplemente, nadie tiene ese alicate en la bolsa. Noches largas e imposibles sin rebasar el rubicón del sueño mientras te complicas las horas escuchando atentamente el silencio para ver si consigue explicarte algo.
Porque, desde luego, nada de todo ese ruido que está ahí fuera ha podido hacerlo. Durante años y años ha sido incapaz.
Noches largas e imposibles como manchas viscosas en las que tu cuerpo se queda pegado mientras se va asfixiando, mientras al inmovilizarse impregna el aire de tu propio sudor enfermizo que huele a rancio y podrido, a fugaz y efímero, a roto y despistado. A olvido, seguramente, o precisamente a olvido. A insignificancia. Noches largas e imposibles en las que recuperas el sentido de las cosas y recuerdas que era no tener ninguno. Ese no tener ninguno que zumba justo detrás de los oídos, que es una presencia constante en tus retinas, un dolor sordo en las yemas de los dedos, un aguardar la mañana que no llega como si con ella fuera a venir una respuesta en forma de desayuno en pareja con ojeras, halitosis y carantoñas.