A veces es mejor no dejar de hacer nada mientras piensas en hacer algo. Te quedas más tranquilo. Te quedas detenido, parado, en el mismo sitio, y sigues concentrado intensamente en hacer cualquier cosa. Pero no haces nada.
Entrando en el ideal de comunión de la vida mixta. Ni contemplativa ni activa. Ni tan beata, tontuna y extrarrádica y excentrada como la primera ni tan inmersa, voluptuosa, focalizada y participada como la segunda. Un estado mixto de quietud ingeniosamente trabada, inteligentemente obtenida. Yo no soy inteligente, mi forma de obtener un modo mezclado de vida sí lo es. Y además es innato. No hice nada para conseguirlo.
En ese claro entre las nubes, nada menos, es dónde se me ocurren las ideas, buenas o malas, que termino cavilando en lo contemplativo y ejecutando en lo activo. De ahí surgen, ese es el lugar en el que nacen los sueños, el polvo de estrella del que estamos formados, y el olor a nuevo, limpio y ligeramente a sexo de las mañanas que van a terminar en un día estupendo —te levantas y ahí está, ese olor en tu pituitaria, y te das cuenta de que algo va a suceder y está bien hecho que aparezcan las señales justo antes de meterte en la ducha, justo antes de darle un bocado a la manzana y salir por la puerta para ver qué te espera—.