¿Dónde has estado? Mi huida era una torpe respuesta a esa obsesiva compulsión con los mecheros. Se sentaba en el marco de la ventana, con los pies fuera, en el aire, y sacaba un mechero tras otro y se daba fuego diez, veinte veces. No podía evitarlo. De otro modo se pasaba toda la tarde en la bañera, con un abrigo encima y temblando. Hasta que se dormía. Entonces yo la cogía entre mis brazos y la llevaba a la cama.
Por eso siempre cedía y salía a comprarle los mecheros, para evitar las tardes de bañera, abrigo y temblores. Terminábamos de hacer el amor y se sentaba en la ventana. Y entonces yo oía los 20 «clicks» de las 20 veces que 20 piedras diferentes hacían fuego. Cada una de las 20 me desquiciaba, claro, pero era el mal menor.
Ir a mear y verla allí, tiritando en la porcelana, era mucho peor.
¿Y qué haces? Pues lo tópico, entrar y salir, dar una vuelta. Sentarme en un parque a ver cómo las horas se joden unas a otras mientras recapacito un poco y me evado un rato. Quedar con alguien, tomar café en una mesa de salón. ¿En la mesa del salón? Sí, una mesa con sillas, un lugar centrado en el que dar vueltas con la cucharilla y acomodarse en lo cotidiano, aferrarse a algo. Aferrarse a algo. Algo sencillo, ¿sabes?, algo simple. Algo que no requiera mucho esfuerzo y a la vez lo sea todo, lo componga todo, lo dignifique todo. Hablar del trabajo, de la última enfermedad tonta y simplona, del último par de zapatos que me he comprado o que alguien se ha comprado. Eso también es la vida, deberías saberlo. Eso también es parte de todo esto.
¿Y ella? Ella estaría allí, encendiéndose una y otra vez el mismo cigarro. Conjurando demonios que sólo están en su cabeza pero amenazan con salir y devorarlo todo. Su padre la quemaba los brazos, ¿lo sabes? Por supuesto que lo sé, no puedo dejar de saberlo, pero eso fue hace mucho tiempo, me temo. Hace un huevo de tiempo. Ahora ya no está su padre, y no hay más cigarros que los que ella fuma conjurándole. Su padre está muerto, pero es ella la que sigue reviviéndole cada segundo, fumando o en la bañera. Su padre sigue existiendo gracias a ella. Eso me deja un poco tocado. Eso y que sus demonios tengan intenciones tan expansionistas. Eso y que parezca tan endeble, tiritando en la bañera, tan endeble y tan hermosa a la vez, tiritando y preciosa.
A veces me pregunto si es preciosa fuera de esa imagen. Lejos de ese cuadro. Fuera de esa escena.
O si sólo me parece preciosa allí.
Pero eso no importa demasiado. No, realmente no importa nada.
Un rato después vuelvo a casa y me pregunta ¿dónde has estado?, dando una vuelta, le digo, comprándote mecheros, un par de ellos se te estaban terminando. Te los dejo aquí mismo. ¿En la mesa del salón? Sí, al lado del cenicero. Hace una noche preciosa. ¿Y ella? Sabes que ella ya no está. Que hace tiempo que la evaporé, que terminé con todo. Su padre la quemaba los brazos, ¿lo sabes? Por supuesto que lo sé. Mi padre murió mucho antes de poder darle un abrazo sincero, mucho antes de decirle «te quiero», mucho antes de pegarle una hostia en la boca jugando a los tipos duros mientras encajo su puño en el estómago. Los padres hacen eso todo el tiempo, no pueden evitarlo. Eso por sí sólo no puede significar amor eterno. No debe. No puede.
Pero eso no importa demasiado.
No, realmente no importa en absoluto.