Nada suele tener mucho sentido. Pero a veces la vida se retuerce sobre sí misma y tiene menos todavía. Atención: eso es lo que llaman «ley de vida». «Es ley de vida», dicen. Se miran compungidos y levantan los hombros. Levantan los hombros y ahora miran a otra parte, confundidos, nerviosos y afligidos. Nadie busca los ojos, todos buscan el suelo o el horizonte. Porque la frase no termina de ser convincente y aunque parece que cubre un poco no deja de sonar hueca, así que la dejan salir lentamente mientras la aferran fuertemente entre los dientes, como si no pudieran confiar en ella después de todo y temieran un poco que salga. Porque no pueden confiar en ella del todo. Porque aunque en cierto modo reconforta, en cierto otro te deja frío.
No podía ser de otro modo. Nunca tuvo sentido la vida fuera del paréntesis. Lo tuvo todo dentro. En cuanto dejó de ser lo perdió. Esa extrañeza del todo perdido, ese desarraigo, es lo que asusta y pone nervioso, confunde, aflige. No hay frase que reconforte lo suficiente. No puede haberla. Todo es un remedo, un intento de normalizar lo inconmensurable.
Nos vemos, abuela Asunción. Estés donde estés, siempre habrá chocolate cuando llegue. Eso es un hecho y lo demás son soplapolleces.