Nos despedimos al principio del invierno,
con lágrimas de adorno. Escandalosas,
pero de adorno.
Sabíamos que estaba todo hecho.
Al menos yo lo sabía.
Al menos aún tenía fuerzas para saberlo.
Cogí un taxi contra mi costumbre
y me derrumbé tras el umbral de la puerta,
que se combó ligeramente para abrazarme
y darme un beso en la nuca.
Después abrí una cerveza,
puse la tele,
encendí un cigarro,
me quedé mirando al infinito.
Más o menos como siempre.