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Me estaban contando

lo que yo tenía que
hacer para ser feliz, con la mejor de las intenciones,
la que consiste en esconder tu propia infelicidad
bajo todos los demás.

Me estaba mirando cabeza rubia
desde el olvido, desde los años completos
en los que no nos habíamos visto.

Un buen reloj en su muñeca,
cabecita rubia siempre completada en otros,
cabecita rubia de tres noches en mi casa
con el artificio de las velas y la música clásica,
cabecita rubia que pensó, en su día,
que podría salvarme de algo necesariamente.

Pero, amiga, pasaron los tres días
y lo único que se salvó es que las velas
siguieran ardiendo.

Ahora consumes tú café y me miras
con carita de pena,
sintiéndote, lo sé, a medias culpable
y a medias salvada
por haber cogido la puerta
después de decidir que me ibas
a mirar desde el otro lado,
o mejor,
después de decidir que no ibas a mirarme nunca.

Mis ojos tienen la cualidad del espejo.
Soy un experto escondiéndome.
Si miras en ellos verás tu propia cara.

Y eso era justo lo último que querías hacer.

La mañana del cuarto día,
empapada en resaca,
mientras curabas los arañazos en mi espalda,
pensaste que aquí tenías poco que hacer.

Y yo agradecí tu voz tímida
diciéndome que te ibas.

El dintel de la puerta se retorció asustado
mientras la madera volvía a su sitio.

Es complicado ser algo que no se es.
De igual modo, terminarás el café
y me darás un beso en la mejilla.

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