espero a que lleguen las ganas
para vestirme,
a que me conquiste el ánimo para
hacer algo,
llamas a la puerta y abro -cabreado
por la obligación de levantarme
sin estar preparado-,
y
“me he dejado mis libros”,
“no vas a llegar a tu clase
de las diez y media”,
“ya no me importa, ya no
puedo hacer nada”,
y lo curioso,
lo extraño del asunto,
es que nos metemos en la cama
y algo ha cambiado,
algo pequeño que no puedo
localizar para recolocarlo,
algo pertinaz y recalcitrante
que deforma el colchón y
hace que ya no encajen
bien los cuerpos,
y, como no lo encuentro
y tú tampoco, al final
no te queda más opción
que decir
“bueno, ahora sí,
de verdad tengo que irme”,
“¡vaya mundo!, tenemos que
volver a vernos con más tiempo”,
“¡oh!, seguro, en la mesa
te dejo mi teléfono”,
“¿te acompaño?”,
“no, no te preocupes, ya
conozco la puerta”,
como sé que no voy a
volverte a ver nunca, te digo
“cuídate”,
“no tengo otra cosa que hacer”,
y me quedo allí tumbado,
preguntando a todo el mundo
por qué las cosas suceden como
les viene en gana, según
su ánimo.
Y sólo responde el viento, aullando
más allá del cristal de la ventana.