A veces entreveo
entre tus silenciosas caras calladas,
entre tus veloces coches sin destino,
entre tus grises rotos y maculados,
entre tus almas heridas de asfalto,
el andamiaje de hierros que
sustentan tu único rostro.
A veces entreveo y
(de repente)
no entiendo nada.
Saco la cabeza y la
hundo en el suelo. Donde el
más devastador vacío y
el frío. El terrible frío de
tu aliento sin viento, tu
inefable halitosis de cristal
y cemento. A veces
salgo fuera y
miro desde lejos.
Miro tu otra cara,
(la que no existe)
la que no habla.
(Y allí no hay calles ni Dios
ni rincones donde meterse a
salvo. Y busco una gramática
que me aclare algo, o un buen
diccionario, pero aquí no
existen, no tienen objeto.
A veces entreveo tu doblez
taimada, tu insufrible estupidez
vestida de dogmáticas costumbres
cotidianas).
Aquí estoy solo, no me
acompaña el tiempo, el
tabaco, ni categorías ni
colores ni sueños hablan en
este inhóspito yermo.
Y no hay salidas, ni un buen
despertador. Sólo angustia. Una
Cuenca vacía al fondo de un
corredor. Cimientos de los
cuentos que corren al otro lado
del telón. Aquí nadie puede
esbozar un buen olvido.
Demasiado acostumbrado a creer
único tu único rostro.