Me peleo con los platos. No quieren entrar en el lavavajillas. No me extraña, a nadie le gusta que le rocíen con agua a ochenta grados centígrados. Pero yo soy más fuerte. Y además tengo brazos. Es ridículo meterlos a la pata coja. Lo saben y se ríen, gilipollas. Escribo esto precisamente para no hablar de lo que acaba de pasarme, así que no me recriminéis incoherencia o falta de interés y corro al baño y me desnudo, me rapo la cabeza al tres (también a la pata coja), me meto en la ducha cuando termino para que el agua se lo lleve todo. TODO. Hay frases que no deben ser pronunciadas nunca, ni aunque se piensen, ni aunque se sientan.
Y menos a alguien convaleciente, como yo.
Cojo la cámara y me saco en bolas, para reírme de mí mismo un rato. Lo hago. Acabo de acabar de reírme. Qué divertido. Primeros planos de Jaime laxo, apuntando al suelo. Tengo necesidad de una asistenta, alguien que tenga más interés que yo en esto. El baño está lleno de pelos de mi cabeza. En la taza (los que tiré) en la pila (los que quedaron) en el suelo (los que cayeron). Aún no he puesto el lavavajillas. Ahora que están dentro los platos, me dan un poco de pena.
No sé si oís los gritos de los platos. Yo sí. Los platos están que revientan. Hijos de puta. Podían estarse calladitos un rato. No es para tanto. Ni que fuera la primera vez (vale, reconozco que es la primera vez en mucho tiempo, pero hubo otras). La calle es azul. Los piratas cantan
«Me había olvidado el sabor que tienen las cosas
y de lo bueno que es beber y beber cuando todo va mal».
Pero no voy a beber hoy. No voy a largarme a ninguna parte, conocida o no. Tarde o temprano tendré que pensar sobre lo que acabo de oír, algo sucintamente normal, por otra parte. Los platos están expectantes. Que se jodan, giro la rosca y el proceso de lavado comienza. Gritad, cabrones. Joderos. Que os jodan. Iros a la mierda y limpiaros. A mi me pasa lo mío por no aprender. A vosotros por idiotas.