Lo de cenar fuerte antes de meterme las pastillas convenientes lo dijo la doctora porque no comprende esencialmente la situación de mi nevera. Me arrastro hasta ella, la abro. Dos limones, un resto de batido de chocolate de koldo (ni tocarlo), un cartón vacío de leche ahorramás, algunas salsas caducadas (de antes de que lore se fuera), barbacoa, ali-oli, mahonesa, soja, agridulce, baldas vacías. Abro el congelador, muchos, muchos, muchos cubitos de hielo. Algunas judías verdes, un par de filetes de emperador (pasión), aloe vera (tengo una planta en la calle, lo congelo para cuando me hiera poder curarme con él), unos palos de cangrejo, un bolígrafo (¿?), una cosa en una bolsa que koldo metió una vez y no he querido ni mirar.
Ante la perspectiva me calzo las chirucas. La izquierda me cuesta. Parece ser que la pomada se ha amotinado y se ha dedicado a causarme más dolor, la muy perra. Bajo cojeando al super y me siento un viejo pirata, un pirata con un pasado temible que se arrastra a terminar en el cementerio recóndito de los piratas (me encantan estos juegos). Entro y hay cajeras. A veces parece haber más cajeras que clientes (nunca voy en «hora punta»), hablan, cotillean. Hacen bien. Mi cojera es casi ridícula, todo el mundo me mira.
Estante de cerveza: un litro.
Estante tarradellas: una pizza romana.
Estante lácteos: dos litros de lauki.
Estante de vinos: nada.
Estante de pollería: nada.
Estante de carnicería: nada.
Estante de café: cuatro paquetes de cuarto en grano.
Me acerco a la caja, hago revisión y calculo. Descubro la más rápida (un movimiento francamente estúpido, porque siempre pasa algo que retiene a la cola que tiene menos gente, o la misma pero con menos productos). Un viejo pirata en la cola del super es un anacronismo. Y más en comparación. Delante de mí dos tíos se están llevando todos los productos más cool de las estanterías. Yogures que parecen cremas cosméticas, cremas cosméticas que parecen estuches de joyas, fiambre tan bien empaquetado que uno jamás podría imaginarse al cerdo muerto detrás de esto (jeje, nada que ver con el salchichón de matanza casera y familiar que trajo Cisneros ayer), ambientadores que parecen frascos de perfume, litros y litros de coca-cola, botes y botes de 0,5 microgramos de algo que se supone está riquísimo, filetes tan bien empaquetados como el fiambre, pescado congelado de frudesa y semejantes, jabón, suavizante, gel, champú, botellitas de perfume como diamantes pulidos sobre la cutre cinta transportadora.
A su lado mi pizza, mi cerveza, mi café y mi leche parecen instrumentos medievales de quién sabe qué tipo de tortura brutal y dispar.
El pirata anacrónico compra lauki, mahou, estrella y tarradellas, los cuatro elementos esenciales.
Pagan en metálico, pero la cajera no tiene cambio. Suena el zumbido del zumbador de las cajas. Bzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz. Lo sabía. Al igual que lo barato sale caro, la caja presumiblemente más rápida siempre termina siendo, para mí, la más lenta. Un buen rato de espera, porque todo el mundo está muy ocupado haciendo nada (y hacen bien). El cambio llega. La cajera me mira y dice «hola». Respondo como es debido y digo «hola». Se acabó la relación de momento. Ni me mira, pasa cosas por el visor óptico de infrarrojos. Los códigos de barras se están leyendo. En el archivo de excell del almacen están desapareciendo los productos que me estoy llevando, alguien lo leerá a tomar por culo de aquí y mandará bien educado un litro de mahou, dos litros de lauki, una pizza tarradellas y cuatro paquetes de café en grano. Recomenzamos la relación donde la dejamos, dice «son…». Yo dejo de meter las cosas en bolsas y me lanzo a mi cartera. Ella retoma la tarea de embolsar mis cutrerías (tiene cara de estar más feliz embolsando yogures que parecen cremas cosméticas). Le tiendo un billete y de nuevo hacemos un cambio: ella cobra y yo embolso. Termino. Me da la vuelta. «Un momento y le doy el ticket». Sí, por dios, qué sería de mi vida sin ticket. Me lo da. Me dice «buenas tardes». No ha sido un mal rato. Una buena relacción comercial. Alguien en alguna parte se afana en meter un litro de mahou en un palet y retractilarlo.
Subir la cuesta casi acaba conmigo. El viejo pirata está viejo y cansado, arrastra sus bolsas por la acera mientras intenta llegar a su hábitat alquilado, donde recordar todas las batallas que no han dejado de suceder desde que sucedieron. El viejo pirata tiene lejos el mar, y piensa en su amada, la que se le llevó la vida hace ya tanto tiempo. Sabe que el corazón se ha trasladado a la planta del pie, porque la planta palpita con fuerza, hace temer por la integridad de los cordones de las chirucas.
Abre la puerta del portal y tiene una niña a su lado. La niña balbucea «buenas tardes» y el pirata contesta. La mira subir las escaleras corriendo. Él bufa detrás haciendo exactamente lo mismo. La ve correr hasta perderse en el rellano del siguiente piso. No está mal. Tiene la cerveza y la pizza y el café y la leche y una generación de personitas como esa niña que bien o mal, acertados o equivocados, seguirán asestándole palos a las cosas, generando nuevas batallas, nuevas amadas/os que se llevarán la vida siempre a otra parte inaccesible. Bah. El viejo pirata canta «con la botella de ron por bandera» y cojeando desprende del precinto de imbécil plástico la rica harina y levaduras de la pizza y la mete en el microondas. Coje la cerveza.
Suena un click.
Y el viejo pirata se sienta echando al gaznate todas las miserias que son capaces de obsequiar sus ojos viejos, inútiles, inservibles en una realidad que no es parte de su nervio óptico.