Las palabras, los versos, las canciones, las novelas, los cuentos, tienen que ganar peso. No significan nada antes de eso.
Por todo lo demás todo sigue bastante igual, si es que igual quiere decir diferente en lo mismo. Es estupendo. Diferente en lo mismo. Interiormente voy ganando terreno al mar y cada vez estoy más contento. Exteriormente (o más bien y más exactamente en lo que refiere al mundo exterior, que es eso que está fuera de mi cabeza pero que no puede evitar meterse dentro, irse metiendo dentro) cada vez veo más que no hay derrota ni singladura ni conocimiento ni avance ni destino ni lugar al que llegar.
Todos estamos locos. Abrazamos la locura con ganas. Nos gusta la locura, de algún modo, o nos vemos abandonados a ella cuando todo lo demás falla. La gente cae como moscas a mi alrededor, se van golpeando contra todo dejando todo maltrecho. Sus almas, sus corazones y demás basuras están quedando destrozadas en el viaje. Hemos recuperado a nuestros ídolos, estaban en el cajón donde los dejamos, pero ahora ya no sirven para nada… Y ahora, años después, nos preguntamos dónde dejamos lo que realmente importaba.
Dentro la paz. La calma. Por primera vez me voy viendo, me gusto. Me invito a unas cervezas, me echo unos cigarros. Todo tiene que ganar peso. Hacerse grave, en el sentido de significante. Hacerse grave, en el sentido del peso (la levedad y el peso, lo sutil y lo rotundo, el camino que empieza intrascendente y se va poblando…) Hacerse eterno, dotarse de sentido, transirse de ser, adunarse en lo recto sin politiqueos, amancebarse con lo que excluye lo necio. Esas cervezas que tomábamos no carecían de significado, amigo mío. Eran el colmo (colmaban), eran el ser (son), componían el cuarteto de cuerda en el que nos perdíamos (soneto que al retener las estructuras habla). Esas cervezas eran los únicos días que no perdimos en transportes públicos.
Y ahora regresan.