La realidad es fría y descarnada.
Llevamos un par de milenios intentando aclararlo todo.
Nos queda el espacio, el fondo del océano.
Ahí todavía hay mitos.
Pero en el resto de las cosas ya no hacen falta.
Y no nos damos cuenta de que sin los mitos la realidad se enfría y se empegosta. O nos damos cuenta, pero como ya conocemos no podemos volver atrás. Necesitaríamos generar mitos para que todo vuelva a tener la carne, la ilusión, la fuerza de antes. A veces nos salen. Convertimos una noche en algo mítico, una canción puede llevarnos al éxtasis. O un buen libro.
Entonces todo parece tener más sentido, aunque el carácter innegable del mito no sea otro que falsear las frías aristas de lo real con la fantasía de la imaginación. La realidad sin mito no merece la pena. Convertir todo lo que nos rodea en grande, en único (aunque ya es grande, ya es único, pero la razón procede por identificación para llegar al concepto, lo único que le interesa, y claro, al hacerlo prescinde de lo diferente, de lo que no permite una formulación universal).
La noche del mito, el día del mito. Es más, la lavadora del mito, la vida mítica. Es un cristal, nada más. Pero se gana bastante con él. Ya no hay en el rutina o nada. Hay emoción y vida en cualquier acción.
La realidad no es fría ni descarnada.
Llevamos un par de milenios confundiéndolo todo al simplificarlo.
Nos queda todo por recuperar.
Hay mitos por todas partes.
Y en todas ellas hacen falta.