Tengo un amigo todo lo dulce y tímido que puede pedirse. Su nombre es frágilmente anticuado -Lucas-, y su edad, recatadamente intermedia -cuarenta años-. Es de reducida estatura, es delgaducho, tiene un bigotito ralo y una calva aún más rala. Como su vista no es perfecta, usa anteojos: insignificantes y sin armazón.
Para no molestar a nadie, camina siempre de perfil. En vez de pedir permiso, prefiere deslizarse apenas por un costado; si la rendija es tan estrecha que ni siquiera permite su paso, Lucas prefiere esperar con paciencia que el obstáculo -sea animado o inanimado, racional o irracional- se aparte por su propia voluntad. Los perros y los gatos callejeros le infunden terror, y, para evitarlos, se cruza a cada instante de una vereda a la otra.
Habla con una vocecilla sutil, casi transparente de tan inaudible. Jamás ha interrumpido a nadie: sin embargo, no logra emitir más de dos palabras sin que lo interrumpan. Ello no parece irritarlo: más aún, se siente dichoso de haber podido pronunciar esas dos palabras.
Hace años que mi amigo Lucas está casado: con una mujer delgada, colérica, nerviosa, que, además de voz aguda hasta lo insufrible, fuertes pulmones, nariz afilada y lengua de víbora, padece de temperamento indomable y de vocación domadora. Lucas -me gustaría saber cómo- se ha continuado en un niño. La madre lo bautizó Juan Manuel: es alto, rubio, flequilludo, inteligente, suspicaz, irónico y vigoroso. No es exacto que obedezca a su madre ciegamente: más bien, ambos están siempre de acuerdo en asignarle a Lucas un lugar sin duda nulo en el universo y, por ende, en desoír sus escasas e imperceptibles opiniones.
Lucas es el más antiguo y el menos importante de los empleados de una lúgubre compañía importadora de tejidos. Es una casa muy oscura, con pisos de madera negra, ubicada en la calle Alsina. El dueño -yo lo conozco- es un árabe de bigotes feroces, es un árabe calvo, es un árabe de voz atronadora, es un árabe violento, es un árabe avaro. Mi amigo Lucas se presenta vestido de negro, con un traje muy viejo, brilloso de tanto uso. Sólo posee una camisa -la que estrenó el día de su casamiento-, con anacrónico cuello de plástico. Y una sola corbata: tan deshilachada y tan grasienta, que parece un cordón de zapatos. Incapaz de resistir la mirada del árabe, Lucas no se atreve a trabajar sin saco -pese a que sus compañeros lo hacen- y se coloca un par de sobremangas grises para preservarlo. Su sueldo es irrisoriamente bajo: no obstante, Lucas permanece todos los días trabajando tres o cuatro horas de más, pues la tarea que le ha asignado el árabe es tan desmesurada, que excede toda posibilidad de realizarla en el horario normal.
Justamente ahora -cuando el árabe acaba una vez más de rebajarle el sueldo- la mujer ha decidido que Juan Manuel no realice sus estudios secundarios en un colegio estatal. Ha preferido inscribirlo en un instituto muy costoso del barrio de Belgrano. Ante esta exagerada erogación, Lucas ha dejado de comprar el diario y, lo que más siente, las Selecciones del Reader’s Digest, que constituían su lectura predilecta. El último artículo de las Selecciones que alcanzó a leer versaba sobre cómo el marido debe autorreprimir la propia personalidad avasallante para permitir la realización de los demás miembros del grupo familiar.
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Pero hay un hecho singular: la serie de actitudes que asume Lucas apenas sube a un colectivo. En términos generales, suele proceder así:
Pide el boleto y empieza lentamente a buscar el dinero, manteniendo al chofer con la mano extendida y en un estado de incertidumbre. Lucas no se apresura en absoluto. Más aún, yo diría que la impaciencia del conductor le causa cierto placer. Luego paga con la mayor cantidad posible de monedas de escaso valor, entregándolas de a poco, en cantidades distintas y a intervalos irregulares. En alguna medida esto perturba al chofer, pues, además de estar atento al tránsito, a los semáforos, a los pasajeros que suben y bajan, y al manejo del vehículo, debe simultáneamente efectuar complicados cálculos aritméticos. Para peor, Lucas agrava sus problemas incluyendo en el pago una vieja moneda paraguaya que conserva con tal propósito y que le es invariablemente devuelta en cada ocasión. Así, suelen cometerse errores en las cuentas y, entonces, entablada la discusión, Lucas, serena pero firmemente, defiende sus derechos con argumentos contradictorios, de tal modo que no se sabe qué es en realidad lo que sostiene. El colectivero, al borde ya de la locura, termina, en una tácita rendición, por arrojar las monedas a la calle -tal vez como un modo de reprimir los deseos de arrojar a Lucas o de arrojarse él mismo-.
Cuando llega el invierno, Lucas viaja con la ventanilla abierta de par en par. El primer perjudicado es él: ha contraído una tos crónica que a menudo le hace pasar las noches en vela. Durante el verano, cierra herméticamente la ventanilla y no consiente en bajar la cortina que protege del sol: de esta manera, más de una vez ha sufrido quemaduras de primer grado.
Delicado de los pulmones como es, Lucas tiene prohibido el cigarrillo y, en realidad, fumar le parece insoportable. Pese a ello, en el colectivo no resiste la tentación de encender unos cigarros gordos y baratos, unos cigarros que producen ahogos y toses. Cuando baja, lo apaga y lo guarda para el próximo viaje.
Lucas es una personita sedentaria y escuálida: jamás le interesaron los deportes. Pero los sábados a la noche sintoniza su radio portátil, dándole el máximo volumen, para escuchar el boxeo. El domingo, en cambio, lo dedica al fútbol, y tortura a todo el pasaje con estruendosas trasmisiones.
El asiento del fondo es para cinco personas: Lucas, a pesar de su pequeño tamaño, se sienta de modo que sólo quepan cuatro y aun tres. Pero, por otra parte, si hay cuatro sentados y Lucas está de pie, exige permiso con tono de indignación y de reproche, y se sienta, ingeniándose para ocupar un espacio excesivo. Para lograr esto, introduce las manos en los bolsillos, de manera tal que los codos queden firmemente incrustados en las costillas de sus aláteres.
Variados son, y muchos, los recursos de Lucas.
Cuando viaja de pie, lo hace siempre con el saco desabotonado, procurando que el borde inferior pegue en el rostro o en los ojos del que está sentado. Si alguien se halla leyendo, pronto se convierte en fácil presa de Lucas. Vigilándolo atentamente, coloca la cabeza bajo la lamparilla para hacerle sombra. A intervalos, Lucas retira la cabeza, como por azar; el lector devora con ansiedad una o dos palabras, y allí, incansable, vuelve Lucas al ataque.
Mi amigo Lucas conoce la hora en que el colectivo se halla más atestado. Para esas oportunidades, acostumbra ingerir un emparedado de salame y un vaso de vino tinto. En seguida, con los restos del pan mascado y las hilachas de fiambre aún entre los dientes, y con la boca apuntando a las narices ajenas, recorre el vehículo pidiendo enérgicamente permiso.
Si se acomoda en el primer asiento, no lo cede a nadie. Pero basta que se halle en los últimos y suba una mujer con un niño en brazos o un anciano enclenque, para que se levante con precipitación y los llame a grandes voces, ofreciéndoles su lugar. Ya de pie, suele hacer un comentario recriminatorio contra los que permanecieron sentados. Su elocuencia resulta eficaz: siempre, algún pasajero, mortalmente avergonzado, desciende en la siguiente esquina. Al instante, Lucas ocupa su lugar.
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Mi amigo Lucas se apea de muy buen humor. Camina con timidez hacia su casa, cediéndole la pared a todo el mundo. Como carece de llave, tiene que tocar el timbre. Si en la casa hay alguien, rara vez se niegan a abrirle. En cambio, si su mujer, su hijo o el árabe no se encuentran, Lucas se sienta en el umbral a esperar que regresen.
[De La regresión zoológica. Buenos Aires, Editores Dos, 1969.]