La última tía que me follé en plan inocente me dijo que recogiera mis trastos y me fuera. Eso fue mucho de antes de tener un sitio donde guardar mis propios trastos. De hacer limpieza. Qué grande ese tipo, qué inocente era ella. Qué grande ese tipo, qué fuera de lugar estaba ella.
Hoy, gordo como un castillo y en medio de todo, abrí otra cerveza. Pensé en mí, y la serví en un vaso.
Goyo estaba borracho. Tanto que se fue a acostar, me quedé yo solo en la terraza. Mirando fuera. Me asomé.
Un amigo me dijo una vez: cuando estés realmente solo, no tendrás lugar en el que encontrar consuelo.
Si encuentras consuelo es que no estás realmente solo.
Supongo que estaba hablando de él mismo, yo nunca le entendí.
A mí no me he faltado nunca.
La gente hace eso todo el tiempo: faltarse. No tenerse en cuenta.
Debajo estaba la piscina, vacía. El césped cuidado.
Nunca he sabido cómo llamarme. Me llamé a mí mismo. Estaba cerca. Cerca de todo.
Como nunca he sabido cómo llamarme me serví otra copa. Me fui fuera. Donde estaba todo
lo que siempre
ha sido siempre.
En su sitio.
Perfecto.
El desfile de bragas nunca tuvo mucho que decir.
Jamás. Sólo estaba sobrando.
Sobraba.
(Él, mi padre, estaba mirando. Me dijo que todo andaba correctamente, aunque tenía que depurar el código.
Le di un beso.
Andaba cerca.
Después de todo, hay que saber dónde mirar.
Siempre hay que saber dónde mirar.)
Estaba todo dicho, de alguna forma. Te invité a un cigarro. Antes de meternos en la cama, te dije que roncaba.
«Déjame dormirme primero».
Qué recuerdos.
Quisiera acordarme de tu nombre. Por respeto.
Y eso fue todo al despertar. Y fue suficiente.
Y eso fue todo al despertar.