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preguntarse

La cara al otro lado del espejo.

Ya está la casa limpia. Han sido varios fines de semana. No exagero. Soy un vago limpiando, pero no ha sido sólo por eso lo exagerado del tiempo, llevaba años sin limpiar. En los rincones. Detrás de las cosas. Sobre las cosas. Tenía muchas cuentas que saldar.

Primero fue la novela. Era necesario escribirla. Limpiarse un poco. Desentumecerse en la escritura haciendo lo obvio: lo que sale sin pensar demasiado, sin necesidad de estructurar nada. Primero fue reventar. Soltarlo todo. No sé si es buena o es mala, y tampoco hace falta. Lo importante era escupirlo todo. Es como un escupitajo, saliva que se forma en el cerebro con la suma de acontecimientos.

Después limpiar, retomar el control de la casa. Hacerla mía. Detenerme en cada frente y humillar al contrario, que soy yo mismo. El yo mismo que no quiere tirar nada con la absurda sensación de que, si no desaparece nada, nada habrá cambiado realmente: todo seguirá en su mismo sitio. Ese tipo conformista y remolón que siempre lleva uno dentro. No especialmente vago, pero sí especialmente reticente. ¿A qué? Pues al cambio.

Ahora, excepto la cocina y el baño a fondo (eso es fácil, allí no hay asperezas que limar, sólo hay que limpiar), está todo.

La novela está escrita. La casa está limpia.

Ahora qué.

Hay noches en las que este cuarto es el único sitio en el que quiero estar. Y, sin embargo, subo aquí y me siento como una cáscara vacía.
El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco. Charles Bukowski.

Reconozco que la novela primero y la limpieza después me dieron sentido. Cada cual a su modo: la novela en exorcizar, la limpieza como actividad. Si uno permite que le asalten dudas existenciales mientras limpia trocitos pegados de mierda en el inodoro, mal asunto. Si uno permite que le asalten pensamientos negros mientras deshace una pelusa para que quepa por la boca de la aspiradora, mal tema. Si uno permite que le ronden ideas escabrosas mientras resopla montando una estantería de Ikea, el daño ya está hecho.

Lo curioso es el curioso efecto. Lo curioso es que he estado tres o cuatro fines de semana limpiando mi casita tralará-tralará-larita y en ningún momento he deseado verme en un garito rondando la noche y las piernas (no lo he deseado, otro punto diferente es si al final me vi o no). Era fácil hacerlo. Tenía la calle fuera y un teléfono dispuesto a llamar sobre la mesa. Lo sentía más claro con la novela: no quería salir porque estaba haciendo algo más importante. Más importante para mí, no presupongo grandeza alguna en ello.

Abro una cerveza, me lío un cigarro, y me pregunto: «bueno, ¿ahora qué, amigo?». Es domingo. Las ventanas están abiertas porque fuera hace calor. Radio Clásica suena en el cacharro que me acabo de comprar para el ipod que Hare me prestó a fondo perdido. Clásica sólo porque es la que menos molesta. Hasta que molesta. De cuando en cuando una pieza no me deja hacer más que escucharla hasta que termina. Recien duchado. Bien. En estas tres líneas ha desaparecido el cigarro: me lio otro.

«Ahora qué, ¿de qué?» Me dice la cara al otro lado del espejo. Y tiene sentido. Para qué hacerse preguntas. Estoy con Lin Chi, siempre lo he estado, pero a veces se me olvida. Cuando no hay angustia, o agobio, o cualquiera de sus formas, hacerse una pregunta es hacer un problema. Ahora apetece fumar, tomarse una cerveza y esnucarse contra la cama. A ver qué nuevas curiosidades trae la mañana.

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