Llevo allí un buen rato, calculando el tempo del café porque no puedo tomarme otro, tendría que dejar empeñado el bazo. Llevo no sé cuanto tiempo mirando, observando todo lo que se mueve a mi alrededor. Caras de gente que han estrenado los veinte en otra parte y fuman, beben, ríen, toman cafés. Por supuesto que puedo meterme dentro de todo esto, pero lo importante es si quiero convertirme tan pronto en un payaso. Lo importante no es meterse, sino vivir en eso, sin perderse. Pero para eso hay que tener bien claro lo que tienes en la cabeza, lo que eres. De otro modo podrías disolverte hasta reducirte a cenizas, para convertirte en una caricatura del mundo primaveral en el que intentas colarte, de soslayo, para volver a ser lo que ya fuiste. Si te lo perdiste lo siento, no hay otra. Yo no me lo perdí. Empiezas a manejar frases de otros, manidas, que no suenan bien en tus labios porque ellos no pueden ocultar que nacieron en otras cabezas, en otras eras.
En la cafetería de la facultad. Me voy, a buscar a un profesor. Hoy es mi primer día aquí, cambié el turno en el trabajo para poder venir a esto, a enfrentar mi cabeza a todo lo que me encuentre aquí, amigablemente, sin animadversión. Entro en el despacho, siento una tonta vergüenza, pero como es tonta no dura mucho en mi cabeza. Hablo con él, quedo en ir a clase sabiendo que ya veremos. Va bien, me entrega el programa, vuelvo a la cafetería de la facultad de Filosofía y Letras con papeles bajo el brazo y una necesidad extrema de café. Encuentro un milagroso euro en el bolsillo interior del abrigo, nada milagroso porque sabía bien lo que hacía cuando lo puse allí. Pido un café, saco el Golden Virginia, me lío un cigarro tranquilamente y guardo el paquete.
Se acerca una niña, debe tener veinte años, lleva medias azules, rojas, rosas, amarillas en tornasolados círculos de la falda a las pisamierdas. Me pide un cigarro. Le digo que fumo tabaco de liar. Tiene una bonita sonrisa. Me dice que mi cara le suena. Me pregunta si le lío uno. Por supuesto, no estamos para desprecios a estas alturas, apaleado como un perro, abandonado en la calle con tan sólo un enorme vacío bajo mis pies, desterrado de nuevo a mi propia cabeza, la única que contiene en sí la fuerza para mover mis alas, las que guardé en un hueco en la espalda todo este tiempo. La escena tiene algo de patético, de estúpido, porque intento caerle bien mientras hablamos de estupideces, de lo que hacemos y de qué tal nos va. Cambio el tercio y respondo sinceramente a todo, algo desencantado, algo enfermo de tanta cerveza, de tanta salida estúpida de bar en bar sin ninguna intención de revolver nada, algo fracasado, algo lúcido cuando sale el sol por donde debe. Mantenemos la conversación un rato, mientras afirmo todo el tiempo que es boba en mi cabeza. No pienso transcribir nada de la conversación, porque no tiene sentido. Me despido, le digo que tengo que ir a ver a un profesor. Ella me dice que ya nos veremos. Yo le digo que por supuesto.
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El viernes, tres días después, me la encuentro en la parada autobús de vuelta. Vuelve a sacar su estúpida conversación y me cuenta que me conoció hace años, un día que fue con su hermana a la Autónoma y se sentaron en el círculo en el que yo estaba tocando la guitarra. Por supuesto que conozco a su hermana, la piba de los tatuajes, un regalo que el acontecer de las cosas me dio y yo no quise aceptar, por motivos de fidelidad y asuntos que ahora me empiezan a parecer estúpidos. Le pregunto por su hermana, me cuenta cosas que más o menos me esperaba y me tranquiliza, no me importaría saber que le va mal, pero mucho mejor saber no puede quejarse demasiado. Me bajo en la parada y ella continúa, hasta Canillejas, como su hermana.
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El martes me la vuelvo a encontrar, como en una pesadilla circular vuelve de vez en cuando a suceder lo mismo. Lleva de nuevo las mismas medias, que me dislocan la mirada y la llenan de brillos. Habla, habla, habla infinitamente, aunque no tiene nada que decir. Tengo que callarla de algún modo y la beso. Todo sucede al revés a partir de entonces, porque en vez de cabrearse y no volver a hablarme en la vida, noto cómo mantiene el beso, cómo me acaricia los labios con los suyos. Yo me quedo quieto, indeciso. No la rodeo con el brazo hasta que no noto que ella hace lo mismo, y sólo por eso. No tengo ni idea de qué está sucediendo, pero acabo de liarme con una tía, sin hacer nada especial. Lo que hiciera ya no me sirve, porque fue hace años, tocando una guitarra en el campus de la Autónoma. No puedo tomar notas, no puedo sacar apuntes de esto. Ni falta que hace. La aprieto, la acerco hacia mí y beso, saco la lengua, la introduzco en su boca, le rozo los dientes, su aliento es tierno, fresco, desacostumbrado, pulso su lengua y las dos se enroscan, meto la mano debajo de su camiseta y noto un vientre plano, hendido por el ombligo en el centro. Lleva un pendiente, ecos de otras guerras menores ahora. Por el rabillo del ojo, después de un buen rato manoseándonos, veo mi parada. Con mucha fuerza de ánimo me separo, la miro a los ojos. Ella me aguanta un segundo, después mira hacia la izquierda, indecisa. Le digo que me bajo. Ella asiente. Me dice que nos veremos. Yo le digo que por supuesto.
Y lo que sucedió después fue que ella se bajó detrás y saltó sobre mí, consiguiendo que la llevara a caballito, como si fuéramos dos tontos enamorados. Quizá en su imaginación lo éramos, no puedo saberlo. Le pregunte que si quería tomar un café, entre risas. Ella me dijo que sí, pero en mi casa. Hasta el portal la llevé a caballito, resollando como un potro por la cuesta. Entró y asintió, complacida. Si pillas a una tía de 28 años te dirá que mi casa es un desorden, que doy una idea muy tétrica de lo que es un ser humano. Pero eso no lo dirá ella, la boba, ella dirá que soy un bohemio, con los ordenadores repartidos por el suelo, el desorden, la papelera llena de litros de cerveza, el escritorio repleto de folios con poemas garabateados, ropa desperdigada por todas partes, restos de pizzas y de latas de comida. Todo eso lo vi en sus ojos mientras me quitaba el abrigo y lo colgaba en la estantería desarmada que ahora hace de perchero.
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Cojo la cafetera del salón y me voy a la cocina, para hacer café. Pero no puedo, ella aparece por detrás, sobrecargada de dedos estúpidos y magreos idiotas en los parques, enferma de un par de polvos en cama un fin de semana que se fueron sus padres o los del otro, relamida de sus propias masturbaciones frente al espejo. Yo quiero llevarla al dormitorio, ella me lleva al baño, se sienta sobre la lavadora. Levanto la falda corta, con el brazo izquierdo oprimiendo su cintura la sostengo en el aire y con el derecho bajo las medias, se las quito deprisa, colgándoselas al cuello. No tiene sentido, ningún sentido, pero no está mal ese aliento, no está mal esta pulsión de vida. Más magreo, sus senos son pequeños y suaves, quiero estar dentro de ella, invadirla, meterme en otro cuerpo ya que ya no puedo meterme en otra cabeza. Abro el grifo de la ducha, la pongo depié, la desnudo y nos metemos allí dentro. La enjabono de pies a cabeza, despacio, oprimiendo donde se debe, relajando donde se puede. Introduzco los dedos en su coño mojado, penetro lento su boca, le doy media vuelta y se apoya con las manos en la pared, justo debajo del chorro de agua. Entro de nuevo al útero vital en el que todo se engendró, toda esta ruina personal, todo este desconocimiento de los resortes que mueven las cosas y ya estoy en otra parte, en Burgos o en Soria o en Cuenca, miro su espalda delgada, repleta de costillas, sus caderas en una leve cadencia adelante-atrás, su culo partido y terso, con espuma de jabón escurriendo en la piel y el río de agua que rompe en dos al llegar a la cintura, izquierda y derecha, noto un arrebato, una fuerza que me parte la columna vertebral… y paro. Salgo del nexo, desconecto y me siento solo. La tomo de la mano y la ayudo a salir, la seco con la toalla. No quiero mirar su cara, porque no quiero ver lo que no quiero ver, así que miro sólo a sus ojos, sin reparar en ningún gesto. No quiero saber si entiende por qué hemos parado, cuando todo está aún sin decir. La llevo a la cama y allí terminamos, chupamos, besamos, abrazamos, retorcemos, gemimos, todo en un tiempo sin tiempo, en una eternidad desenchufada del tiempo. Y todo termina en un brutal segundo en el que nos perdemos del todo y gritamos. Yo no sé por qué grita ella, aunque lo intuyo. Yo grito porque ahora, al finalizar todo, vuelvo a notarme enchufado a la sucesión de segundos, y el reencuentro es demasiado brusco, duele demasiado, demasiada violencia en un cuerpo tan machacado.
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Permanecemos allí tumbados un tiempo, un rato. No tengo mucho. Le digo que me tengo que ir a currar. La ayudo a recoger su ropa, en el baño. Nos miramos, sonreímos. Nos reímos mucho hablando de nada, su conversación sigue siendo igual de tonta, y lo siento. Me visto. Abro la puerta. Le digo que otro día la invito al café. Ella me dice que por supuesto. La acompaño a la parada del autobús. Espero a que llegue. Me despido levantando un poco la cabeza. Vuelvo a casa, era necesario mentirla. Era más que necesario. ¿Qué hubiéramos hecho?, ¿sentarnos a conversar? No es posible, y no sólo por ella, sino porque no tengo la cabeza para estas cosas. Además, tenía que escribir esto. Desmembrarme así, mientras las cosas caen. No es visible, pero está lloviendo, un mundo entero se destroza y los cascotes caen todo el tiempo, por todas partes.
Al menos mientras permanezco conectado.