Salía con mis hermanas de recoger a mi madre de esa Chechenia cercana que son los “Box” de La Paz. Mi madre tiene arritmias. Viejas enseñando sus senos contra su voluntad, abandonadas de sí mismas porque ni siquiera se dan cuenta, y porque sé seguro que si lo hicieran se recogerían o se morirían de vergüenza. La típica imagen que rompe el encanto falso que sólo conseguimos a base de estratagemas como depilar y tapar axilas peludas, torsos peludos. Pensaba viendo hoy la tele que en los setenta esto era menos evidente, había mucho más pelo. Una sociedad que desconfía de su parte terrena termina indefectiblemente perdiéndose en las nubes de su propia cultura, desterrada. Trocar parte animal por parte civilizada (agros), roturar la tierra para hacerla más humana, más conocida, menos temida. Una realidad verdadera sobre otra verdadera que ocultamos, en base no sé a qué temores. Esos temores son los que más tienen que decir en una cultura. Sobre todo en una como esta.
Salía de La Paz, digo, acojonado. Y no se puede decir de otro modo. Hemos substituido tanto por tantas otras cosas que cuando los otros pierden las fuerzas para ocultar nada, como en los “Box”, yo me quedo mirando sobrepasado, transido de ruptura, roto por estar atravesado por lo que olvido y se me muestra directamente. La gente no sólo se muere, sino que huele, enferma, agoniza, se estropea con olores y ruidos que preferimos olvidar o hemos aprendido a olvidar.
Salía pensando en mi maldita suerte últimamente. Habíamos estado cenando en un McDonald’s mientras esperábamos unos resultados para que le dieran el alta. Noche fresca, sentados, hablando mis hermanas y yo. Las relaciones. Yo creo que podía mascar el temor en los tres. Hace nada pasó lo de mi padre. Era demasiado pronto, supongo. Demasiado pronto para más sustos. En eso estábamos de acuerdo. María desde un lugar racional, Carol desde su mirada tersa y ambigua (nunca sé exactamente dónde está, nunca lo sé de nadie, pero ella es opaca casi todo el tiempo), yo desde mi mirada tontorrona y embotada. Al final el único punto de encuentro seguro es siempre el cariño (no me vale el miedo, el miedo siempre es por algo y quedarse en él es hacer la mitad del camino), ese punto en el infinito donde se juntan las rectas paralelas en un sólo trazo.
Acabé un trabajo para una cadena de almacenes de bricolaje y desde entonces les estoy buscando para cobrar. No desentona con mi suerte.
Yo… no me llevo demasiado bien con mi madre. Por ciertos motivos relacionados con la separación ficticia de mi padre y… bah, por toda una trayectoria de muchos años juntos ella y yo. No sé si debemos llevar las cosas como adultos, porque no entiendo en toda su extensión lo que es eso, pero creo que debemos intentar joder lo mínimo, cuando se pueda. El caso es que al lado de la cama de mi madre había un cadáver viviente arrugado sobre sí mismo, una uva pasa que debió ser una mujer en otro momento. No ahora. A su lado había un hombre de unos cincuenta años, con el cuello de la camisa negro de sudor, acariciándole la frente y diciendo.: “mamá, qué susto me has dado”. Estaba sólo. No me fijé en si llevaba anillo de casado o no porque en ese momento era lo último que quería ver, no el anillo, sino al hombre queriendo a su madre. Llevaba el traje arrugado y una corbata roja, y acariciaba la uva pasa como si en ello le fuera la vida. El caso es que el tipo estaba sólo, y el tipo quería a su madre. Y cuando tienes a tu madre tumbada al lado es imposible no volverse sentimental y olvidarlo todo. Pero no olvidé.
Seguía pensando en la suerte cuando nos montamos en el taxi. Me senté delante, mis hermanas y mi madre detrás. Bufé, pensando en mi suerte, y el taxista empezó a hablarme. Me dijo que conocía a la clienta anterior, que hace unos cinco años se montó en el taxi con unas bolsas de El Corte Inglés con ropa y le dio una dirección. El taxista pensó que a la tipa le habían pegado una buena tunda y volvía con sus padres. Cuando llegaron a su destino y fue a pagar, ella estaba tan nerviosa que se le cayó el contenido de la cartera. Recogió todo menos un Búho de la suerte, de estos pequeños de madera pintada. Ella dijo: “Menuda mierda, ¡menuda suerte me has dado!”, pagó y se fue. El taxista recogió el Búho y lo pegó en la parte de arriba del taxímetro.
“Y ese mismo año”, me dijo, “me compré este coche, aunque pensaba aguantar más el anterior. Pero mi hijo me convenció para ir a mirar unos coches y… ya ves, desde entonces ando con este. Después apareció este otro búho, el cabezón, que tiene cara de malo pero es sólo su cara. Terminé de pagar la licencia y con lo que me ahorraba todos los meses reformé mi casa, así que me encontré en el mismo año con coche y casa nuevos y licencia pagada. Y, desde entonces, la verdad, no me ha ido mal”.
Después me lo repitió todo otra vez, en la conversación circular del que ha empezado a hablar, de repente no tiene más que decir y no sabe afrontar el silencio.
Resulta que la tipa iba ahora a La Paz porque habían acuchillado a su hijo, y le gritaba al hombre que iba con ella en el taxi: “llegamos tarde por tu culpa, no te ostio porque eres demasiado viejo”.
Su suerte no había cambiado, con o sin búho. Yo prefiero pensar que la suerte cambia, sea con lo que sea.
Si es que hay destino tiene un gusto retorcido. El hombre con su madre, el taxista hablándome de la suerte. Un jodido gusto macabro. Prefiero mensajes por carta certificada o correo electrónico. No sé si tomar buena nota de todo o brindar a tu salud.
las dos cosas tio…no olvides nada e intenta brindar cuando se pueda…olvidar y beber tbn conforman la vida