La verdad es que no tenía ninguna foto que poner hoy. Me dejé la cámara en casa. En la post-resaca del domingo, la tarde más jodida. Hoy no me he escapado, ha llamado Lele al fijo. No tiene pantalla. Me he sentido muy bien hablando con ella (y muy mal, por supuesto). Habríamos podido quedar, pero… no hace falta explicar nada. Ahora no sé cómo estoy, si bien o bien jodido. Lele, niña, ¿qué nos ha pasado? Sonaba la luz de las farolas de fuera, emitían un zumbido constante en mis oídos. Yo luego he llorado un ratazo, nada serio, me tendré que ir acostumbrando. Ya lo estoy. Dolor punzante. Dolor. Dolor por todas partes, bajas en posiciones terribles sobre las sillas, en el monitor, en mis pestañas, como el día de la Armada Invencible. Aunque parezca una estupidez… buah, da igual. No puedo explicar lo que sucede, ni aunque quiera. El caso es que si lo miras desde dentro ha sido una buena llamada. Qué sé yo. Yo en esto sólo puedo mirar. Todas las demás puertas se me cierran.
«Lele, niña, ¿qué nos ha pasado?», pregunté en un momento dado de la conversación. Ella sólo decía «no lo sé» todo el tiempo. No es necesaria más constatación. Otra vez el poema, sobre todo la parte final.
Y, sin embargo,
hubiera sido tan fácil hacer
callar a los que hablaban,
tan sencillo ensordecer
las mentiras que indolentes
trabaron,
tan simple acordar,
a sus espaldas,
un nuevo encuentro casual en
un momento cualquiera…
Pero llovía a cántaros,
palabras muertas y una despedida
definitiva.
Nosotros sólo
mirábamos.
Los que trababan las mentiras eramos nosotros mismos. Pero no sé qué nosotros. Cada vez tengo más la sensación de que en todo esto, todo ello incluído, no hemos sido más que espectadores. Joder.