Siempre la misma historia, en un tonto intento de justificarse a uno mismo en medio del estado de cosas factibles y posibles. Uno está donde está porque quiere, y no suele haber más cuando nos movemos en estos estrictos límites. Si uno quisiera ser funcionario, pues lo habría intentado, supongo. Tenemos que justificar que nos guste la cerveza y que nos guste fumar, que nos guste quedarnos hasta las tantas leyendo y supurando por una buena historia.
A mí me gusta rascarme el ombligo, constantemente. Pero si me quedo tumbado en el sofá viendo pasar la tarde algo dentro de mí me dice que estoy equivocando la tirada. Me deprimo, algo me noquea en el estómago hacia fuera. Me pongo nervioso, veo mi vida pasar ante mis ojos y me parece bastante, pero no todo. Me levanto, inquieto, busco agua o cerveza en la nevera, voy al baño y evito mirarme en el espejo, me mojo la cara, me seco, me lavo las manos, enciendo un cigarro: algo me rompe y no me deja en paz.
Me gusta comprar unas cervezas y tabaco y enchufar la tele mientras dejo que la cabeza se vaya ocupando de sus asuntos mecida por los colorines de la pantalla. Van cayendo las cervezas y empiezo a sentirme bien, no sé si por el alcohol o por pensar a la deriva. A veces me agobio por otros motivos y pienso que todo puede ir mal, que todo puede ir funestamente mal y en ese momento me acordaré de cuando aún tenía una cierta libertad de movimientos, es decir: ahora. No quiero ser mal interpretado, no me refiero a la libertad de movimientos que confiere el no tener críos ni hipotecas, no voy por ahí. Es más bien la libertad de… de estar en medio de todo, de algún modo. De aún estar a tiempo para algo que no termina de llegar mientras esperas. Me gusta comprar cervezas y tabaco y pasar la tarde, pero nunca puedo hacerlo. A mitad del rito siempre llega ese tirón en la cabeza o ese despertarse de repente en medio de una pesadilla o esa sensación de que todo se está esfumando entre los dedos, y es entonces cuando leo y cuando escribo y cuando compongo y cuando miro las cosas de otra manera. Cada vez más me pregunto si no sería mejor olvidarse de todo, poder olvidarse de todo, y mirar la tele viendo lo que veo y no pensar en nada mas que en que ahora es por la tarde y no tengo nada mejor que hacer ni que ser que tomarme unas cervezas dejando que todo siga sucediendo alrededor. Dejar las cosas en paz para que las cosas me dejen tranquilo.
Y pienso ahora que tenemos que justificar todas esas cosas no porque nos importen lo más mínimo, sino porque nos hemos escudado en ellas y al hablar de ellas y al defenderlas estamos hablando de y defendiéndonos a nosotros mismos. Pero no porque supongan nada en sí mismas, sino porque llevamos demasiado tiempo apostando a rojo como para cambiar ahora y joder tantos años de nuestra propia historia de un plumazo. No dejamos de aferrarnos para no perder nada y cuanto más tiempo pasa más tenemos que perder y menos cambiamos. Es así de circular el asunto.
Tanto justificar esto y lo otro apesta. Los que están al otro lado y nos piden que nos justifiquemos están en la misma recta, en el punto diametralmente opuesto pero en la misma recta. De una recta que no existe, para mayor gloria inmarcesible de la estupidez. No dejamos de hablar todos de lo mismo pensando que estamos enfrentados, y de perder el tiempo mientras lo hacemos. Si realmente todos estuviéramos tan convencidos, nadie tendría que justificar nada.
La gente puede -y cree hacerlo- cambiar de ideales, pero nunca se cambian a sí mismos. Eso precisamente es apostar a rojo y después de una noche de pérdidas o ganancias no poder dejarlo. El rojo se ha convertido en todo.