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despertar cotidiano

Una de las cosas más desagradables que he sentido alguna vez es un pedo en la ducha. En medio de los olores frutales, el champú, el gel y el suavizante un pedo se abre paso como la encarnación más mortífera del ser, del recordatorio de la mundanidad de nuestros procesos internos. Un pedo en la ducha es, sin dudarlo un segundo, una caricatura de un pedo, un pedo con luces de neón anunciándolo. Pero, aún así, me tiro uno. Como una especie de post-it en el que anoto que pese a todo estoy embarcado en una aventura que no es tan sucia como parece, pero tampoco tan limpia. En medio del éxtasis del agua me interrogo sobre el sentido de anular tan conscientemente todo lo que nosotros mismos exudamos. La teoría más inteligente que he podido trabar hasta el momento es que lo que expulsamos de nuestro interior es lo que no queremos: toxinas. Pero no termina de convencerme, porque lo que sacamos de nosotros en el devenir es también el devenir mismo, que exfoliamos como piel muerta sobre nuestra piel viva. La piel muerta es el pasado, seguramente, y es inútil frotar, porque no se queda precisamente en el recubrimiento exterior, sino en lo más profundo de nuestras mentes. Termino de aclararme el pelo y cierro los grifos. Cojo la toalla y me seco por encima, sin esforzarme. Fuera hace frío, y me visto rápidamente y caliento un café en el microondas para intentar entrar en calor. Difícil cuando el frío está dentro y se irradia hacia fuera. Difícil cuando uno está empapado porque no le gusta secarse bien. En cualquier relación lo complicado es secarse completamente cuando se acaba, cuando se cierran los grifos de lo que fue, para no llevar empapada la ropa después, durante meses y meses.


El amor es, en medio de una vida, la recreación de la misma vida, una escenificación teatral en actos comunes por los que hemos de pasar tarde o temprano. Cuando el amor nace siento que revivo, o más exactamente que he vuelto a nacer. Cuando termina… pues me siento morir. Después me recupero y no siento ni el bien ni el mal, después me vuelvo a enamorar y reingreso en el mundo de nuevo. No es en el fondo tan sencillo, porque uno va soltando las vidas a la fuerza pero nunca termina de soltar las maletas, los recuerdos, lo que frotamos en la piel porque son toxinas con la esperanza de eliminar la piel muerta, las cosas que nos configuran como el ser irrepetible que se nos dice que somos. No tengo dudas sobre eso, pero no me gusta ser excesivamente tajante en las conclusiones. Después de perder el amor, a ser posible inopinadamente, por favor, que no se muera lentamente después de cientos de intervenciones quirúrgicas estériles, después de perder el amor ni el bien ni el mal son significativos. El mundo, que había dejado de ser simples cosas para constituir un tamiz de interpretaciones, vuelve a ser una amalgama sin sentido o una bici sin el eje del pedalier. Algo estúpido, en el mejor de los casos, algo insufrible en el peor. Es en ese preciso punto en el que me encontraba ahora mismo, en el que me digo que escribir una novela es siempre mucho mejor que mirar el televisor con la tenue esperanza de encontrar algo interesante ahí dentro. En el que estoy sentado en el sofá, café caliente en mano, mirando el techo y preguntándome cómo detener esta noria, o cómo ralentizar su curso, o cómo conseguir cambiar de canal sin soltar el café de la mano, o cómo continuar viviendo cuando vivir es menos que nada. La nada, seguramente, duela menos. Acabo el café y vuelvo a la cama.

Cuando despierta yo ya llevo un rato mirando. No sé el qué, sus brazos lánguidos y blancos, o la forma en la que encoge las piernas en posición casi fetal sobre las mías. O la sonrisa por estar a gusto durmiendo, o por mi hombro cómodo que recoge su mejilla, no tengo ni idea. Cuando despierta aparece la cara de no querer estar donde se está. Me la conozco. Tengo idea de esa cara. No esperaba despertar aquí. Me mira al mismo tiempo que recuerda la noche de anoche, despejando la bruma del sueño, y va empezando a atar cabos. “Buenos días”, me sonríe, “parece que al final anoche se liaron las cosas”. No te preocupes, no voy a decir nada, soy interesantemente discreto para estas cosas. “Ya, me parece bien”. Duerme un rato más. “No, tengo que irme”.

Le preparo un café y unas tostadas mientras se ducha. Me quedo con ganas de freírle unos huevos, pero no sé si le gustan por la mañana.

“¿Dónde tienes las toallas limpias?”. En el segundo estante, dentro del armario azul. Se ha llevado toda la ropa al baño. Anoche la vi desnuda, pero anoche era anoche. Hoy ya es mañana y las cosas son diferentes. Aparece vestida y con una toalla en la cabeza. “Mmm, deberías plantearte comprar toallas nuevas”. Ya, casi no secan, pero no me preocupo mucho, la verdad. “La próxima vez que venga te traeré unas nuevas. La próxima vez que venga… a verte”. Claro. Pero no te preocupes, de verdad, tengo un don especial, en un par de semanas estarán igual que las otras. Es algo de la casa, supongo, o algo de la vida que llevo. “Eres un optimista declarado”. Por supuesto. Ven al salón, que se enfría el desayuno.

Mientras comemos no puedo evitar preguntarle por Susana. “Está bien, algo rara pero bien. Últimamente no la veo demasiado. Últimamente nadie la ve demasiado”. Bueno, por lo menos, al final, terminó de pasar al otro lado.

Cuando llegué anoche a casa me estaba esperando en la puerta. Ton acaba de romper con Lucía, y ambos están destrozados. Lo que tienen estas cosas es que nunca llueve a gusto de nadie, ni del que deja ni del dejado. Es evidente que parece ser que el que deja comienza la carrera en una situación de ventaja, pero sólo lo parece. En realidad lo que han de romper es lo mismo, años y años de estar idiotizados el uno con el otro, en el mejor de los casos, y uno contra el otro, en el peor. Después de la ruptura con y contra duelen lo mismo, no se distinguen. En lo único que difieren es en la desemejanza externa: el dejado siente rechazo y abandono, y el que deja siente temores y dudas. Es mera apariencia en la corteza del asunto, porque en el fondo están unidos en el mismo dolor por abandonar la parte de uno mismo que uno siempre deja en el otro.

No es fácil hacer las cosas de otro modo, una parte de uno mismo se va introduciendo en el otro aunque nos lo neguemos, y nos vamos definiendo en las cosas que nos gustan básicamente porque le gustan al otro, y en los cariños que nos da cuando es feliz, cuando está a gusto, cuando nos ha hecho disfrutar de lo lindo en las sábanas, cuando los domingos por la mañana ve un café y un par de bollos calentitos sobre la mesa. Todo eso que hacemos porque queremos se va convirtiendo en cosas que hacemos porque dependemos, cada vez más, de la felicidad del otro. Es un asunto bien retorcido, porque bien mirado no debería tener sentido alguno. No se puede evitar el premio y el castigo psicológico porque, sencillamente, reaccionamos bien o mal según nos gusta o no lo que vemos o hacemos o nos hacen. Eso el otro lo ve y aprende. El cerebro humano es tremendamente dúctil. Aprende que ciertas cosas están bien porque recibe el premio de la felicidad del otro, que indirectamente es la felicidad de uno. Al final ambas, por fuerza, se confunden, y nuestra propia felicidad depende de algo externo a nosotros mismos.

Eso, si no se lleva muy bien, termina haciendo estragos. Todos terminamos bastante confusos.

El caso es que cuando llegué a casa me estaba esperando en la puerta, como buena amiga que es, y me contó la historia que el día anterior me contó Ton, pero versión abandono y rechazo en vez de versión temores y dudas (con matices). Lloró, evidentemente lloró. Yo no sabía muy bien qué hacer, porque veo todo venir pero me mantengo neutro como los árboles del bulevar, que por mucho que estén viendo historias todos los días no se comban para comentarme lo mucho que me estoy equivocando. La historia no es ni mejor ni peor que la de cualquiera, pero merece un respeto porque es a ella a quién le está pasando. A mi eso me parece razón necesaria y suficiente. Se fue tomando ron tras ron hipando y sollozando mientras yo la abrazaba pensando que no es justo, que no es justo que por vivir tengamos, a veces, que hacernos tanto daño. No entro ni salgo a la hora de comentar quién tiene razón o quién deja de tenerla, porque siempre, en estos casos, la tienen ambos. ¿El qué? Pues tanto la razón como el error. La vida a veces se enfría, porque se aburre de la poca atención que le prestamos. Unos y otros, víctimas y culpables. No digo que todo el mundo pueda amar a todo el mundo, pero sí que pasado un punto… todo el mundo puede amar de por vida. Bueno, no sé si eso es cierto. No tengo ni idea. Pero sí sé que, descuidada, a veces la vida va y se enfría. Y entonces pasan cosas, y entonces nunca llueve a gusto de nadie, y entonces lloran todos y, al final, lloramos todos. Otras veces nos alegramos, supongo que como medida de precaución. Como el casco en las obras, por si acaso.

Hipando y llorando vamos bastante bien servidos de rones y lágrimas cuando me da un beso. Un beso tonto, en el cuello. Desde el primer momento yo sé que no me está besando a mí, que está aprendiendo a amar a Ton justo en el momento en el que ya no puede amar a Ton. ¿Que por qué lo sé? Bien, tiempo al tiempo. ¿Y la paraste? Pues más bien no. Definitivamente no. Ni cuando me quitó la camiseta ni cuando la desnudé, ni cuando la llevé a la cama ni cuando, sobre mí, gritaba cosas inconexas e insignificantes que yo fingiría, de ahí en adelante, no haber oído jamás. Y no lo hice porque en ese momento ella estaba buscando un Ton de saldo, una imagen como la de los programas de predicción del tiempo, un fondo azul sobre el que superponer la cara de Ton para amarle como nunca lo había hecho desde, quizá, aquellos primeros días en los que amar se amaban mucho pero conocerse se conocían poco. Bah, es lo de siempre, rutinas sobre rutinas que encallecen la epidermis hasta convertirla en una dura coraza que ya no permea sentimientos ni vida, sino sólo más y más silencio. Cristalizados en lo que se repite de los días todo lo que somos capaces de sentir se queda en un lugar ignoto del hipotálamo y sólo reverberamos, hacia afuera, normalidad y normalidad. De repente, Lucía, todo se rompe, y sabes que no vas a volver a amar la cara que siempre has amado debajo de kilos de piel de elefante, y de repente es muy importante decir y de repente es muy importante hacer saber y de repente es vital, a todas luces, ser comprendido y amado. Pero, azar de azares, ya no hay nadie al otro lado.

Un Ton de saldo. No está nada mal, pero eso no quiere decir que sea algo.

La historia de Ton es la otra cara de esta moneda.

Estaba mirando la web de El País, por si veía algo digno de no pasar desapercibido, cuando sonó el telefonillo. Es Ton, que me mira con ojillos derretidos. A punto de derretirse, al menos. Le siento en el sofá y le sirvo una copa, le pregunto si quiere unos macarrones. Me dice que ya ha cenado. Cojo mi copa, me sirvo la segunda, y me siento en el sofá frente al suyo.

He dejado a Lucía.
Joder.

Todo en él parece conforme a lo normal, excepto sus ojos, así que le dejo hablar. Me cuenta que la quiere, pero que no es la mujer de su vida. Me cuenta que la echa de menos ya, pero que no es la mujer de su vida. Yo me pregunto qué es eso del hombre o la mujer de la vida de uno. Cómo tienen tan claro que alguien en concreto no lo es, y rompen la relación consecuentemente. Dejo que apure la copa. Dejo que se fume algunos cigarros. Dejo que se sirva otra, que vacíe la mitad antes de decir nada.

¿Por qué, Ton? Y no me digas que porque no era la mujer de tu vida, eso ya lo has dicho. ¿Por qué?
Porque no funcionaba.

No lo sabe, no tiene ni idea. Es bien sencillo, de repente lo tengo todo muy claro. Bien sencillo. Simplemente, no ha llegado la hora para Ton de dejar de dar vueltas y vueltas buscándose a sí mismo. Lucía llegó demasiado pronto, eso es todo. Eso es todo. Así de fácil se quiebran dos vidas. Aunque es sólo mi opinión, porque, como dije, a veces la vida se enfría. Y ahí ni uno ni otro ni el destino ni las culpas, sino solo las cosas.

No hay culpables. Quizá la vida o los anuncios de Nike, pero desde luego no ellos. Es fácil decir que no es culpa de Lucía. Muy fácil. Pero tampoco es culpa de Ton. Al menos no conscientemente. Está todo relacionado con el cuento que nos han inculcado, aunque no tengo claro cuál es ese cuento, ni quién lo ha contado.

Una hora después, más o menos, Ton se echa a llorar. Yo pongo mi hombro, mi abrazo, le consuelo con palabras que no me creo. Le digo: “es difícil, tío, pero ya pasará, lo importante es que hayas sido capaz de hacerlo ahora, y no ya en el momento en el que os odiéis irremisiblemente.” Así soy yo. Nada menos. Tomamos muchas más copas. Componemos incluso una canción para Lucía, en la que Ton le desea que se dé cuenta de que él no es el hombre de su vida. Otra vez con eso. Qué coño querrá decir.

No puedo evitarlo, de verle llorando yo termino también a lágrima tendida. No me gusta ver a nadie así. Serán las copas, quizá, o la canción lacrimógena. Yo qué sé. Me cuenta cosas, intimidades, que no quiero oír al mismo tiempo que sí quiero, porque son parte de ese amigo que tengo delante, destrozado por una idiotez (por algo que para mí es una idiotez, vaya), destrozando a otro por una idiotez.

Me parece que las cosas son más sencillas, pero me diluyo en el momento y estoy llorando con él. Tocamos una y otra vez la canción, la grabamos en el ordenador. Yo toco, él canta. ¿Quién sabe cómo deben ser las cosas? ¿Cómo deberían ser? Yo no, desde luego. Desde luego soy el menos indicado. Sólo puedo intentar ser consuelo. Ni eso. Sólo puedo estar aquí. Al fin y al cabo, ha sido él el que ha venido a verme. Por algo será.

No quiero llamarle idiota, aunque me muerdo los labios para no hacerlo.

A las seis de la mañana se va. Yo me tumbo en el sofá, enciendo la tele, e intento convencerme de que la estoy mirando.

“¿Qué quieres decir?” Con qué, Lucía. “¡Con lo de pasar al otro lado!” Es bien sencillo, pero a ti no te lo voy a decir, no ahora, por lo menos. Terminó de pasar al otro lado. Se tiró bastante tiempo en el cuello de la botella, atascada, ni hacia atrás ni hacia delante. Pensando en mí, supongo, pensando en el daño que había hecho, y en el que había recibido sin quererlo. Pensando en todo, porque pensar en la mayor parte de los casos es siempre un atraso. Es difícil pasar página cuando no terminas de cerrar la que acabas de leer. Podría tirarme horas explicándolo, pero es básicamente eso. En vez de decirte esto, me sirvo otro café y te digo que no me hagas ni caso.

“No me gustaría que esto…” No te preocupes, no ha quedado nada. Ha estado muy bien, pero siempre hemos sido amigos. Eso es lo que vamos a seguir siendo. “¿Seguro que…?” Te lo aseguro, Lucía, te lo aseguro.

Hay cosas con más fuerza que la luz que no filtran las cortinas.

El suramericano borracho, la niña vestida de mujer, el conductor de autobús que siempre saluda al conductor del que llega y se sienta justo detrás de él, para darle la murga hablando de trabajo, siempre de trabajo, aunque él esté todavía en el tiempo precario de libertad que nos queda cuando estamos a punto de entrar a jodernos un rato trabajando. Siempre encuentro más o menos lo mismo en la parada del autobús. Todos tienen prisa, todos están nerviosos, todos tienen ganas de montarse y ponerse en camino. Todos, parece ser, temen no llegar. Como si no fuera cuestión de tiempo. Como si no fuéramos a llegar de todos modos, hagamos lo que hagamos. Trabajar no está mal, mientras no te pienses que es algo. Tengo una misma respuesta para todo, ya lo sé, pero es lo que pienso, no tengo por qué ser original si estoy de acuerdo conmigo mismo en que todo, con sus matices, es más o menos lo mismo. Todos maldiciendo y hablando de horas, minutos y segundos. Como si horas, minutos y segundos lo fueran todo, como si no hiciera sol, o no corriera una suave brisa, o no hubiera niñas bonitas paseándose de un lado para otro. Ya sé, ya sé, ya sé que cuando estás jodido siempre llueve y sólo pasean feas, pero eso no tiene relevancia alguna más allá de la cabeza del jodido. Si está en tu mano cambiarlo, siente el sol, nota la brisa, mira a las niñas bonitas caminando como si todo estuviera exactamente donde debe estar.

La vida siempre me ha parecido una canción, y canciones hay buenas y malas, taxonomía de prácticamente todas las cosas. Cuando ella llegó yo era prácticamente nada y, probablemente, quería ser aún menos. No me daba demasiada cuenta, me limitaba a estar y parecer, estaba compuesto de odio y resignación a partes iguales e indistintas, en pedazos amorfos y discontinuos que a duras penas podían resultar visiblemente unitarios. Estaba disperso. En sentido estricto. Los días eran simplemente días y las noches tenían la costumbre de no acabar nunca. En los bares siempre terminaba afortunadamente clareando. En la cama también, pero tardaba bastante más. Nunca dormía, excepto por las mañanas. Por las noches siempre me esperaba la sensación de que las oportunidades se habían colado sin dejar nada en el tamiz apático de las horas. Por las mañanas reaparecían, todo promesa de nuevo. Por las mañanas podía, sencillamente, dejarme dormir sabiendo que cuando despertase aún quedarían oportunidades para algo.

Nunca podía concretar qué, pero de algo, para algo. Eso es suficiente cuando no hay mucho más.

Hace tiempo que vivo sólo, me parece cómodo. Si quieres ver a alguien le invitas, y si el momento es propicio afortunado viene. Si quieres estar sólo, no tienes que hacer nada: ya lo estás. Estar sólo es un estado anímico, no puramente físico. Todo el día estoy rodeado de gente, y prácticamente en la totalidad de ese tiempo sigo solo, en mis cosas. Encerrado en alguna cúpula inabordable. Es mejor así. No es que no tenga tiempo que perder, tiempo tengo de sobra. Es que prefiero gestionar bien cómo desaprovecharlo. A mi lado siempre escucho tonterías, excusas, razones vacuas que intentan autojustificar lo injustificable. Para eso tenemos a los demás. Decimos nuestra letanía de argumentos y los demás asienten, esperando su turno para soltar la suya y ser complacidos. Parece triste, pero es lo que es. A mí ya no me parece nada, más que normal. Es muy difícil mantenerse en pie sobre nuestras pequeñitas plantas, normalmente nos hace falta que nos digan que estamos en el camino correcto, porque no hay señales, no hay indicaciones. Las vamos poniendo cuando pasamos, según nos parece, sin certidumbre alguna. Tenemos que estar bien convencidos para cuando llega la noche y nos metemos en la cama. Amigos, ahí nos quedamos realmente solos con nosotros mismos. Podemos dormirnos mirando el televisor, en el paroxismo de una vaca hindú, pero no siempre. La noche es un bichejo molesto que estar está todo el tiempo, le miremos directamente a los ojos o no. Puedes rehuir prácticamente todo, menos a ti mismo.

Por eso, entre otras cosas, vivo solo. No podría soportar que alguien me preguntara insistentemente cuando a mi cara le da por reflejar tristeza, o decepción. No podría soportar contar mi historia para recibir pequeños golpecitos en la espalda, nulidades en forma de sonrisa visual en una curva especial de los párpados. Prefiero no pasar por eso. No me voy a sentir mejor, simplemente. Pasó el tiempo. Ya no me parece bastante. Me quedo igual. Me meto en la cama y no me he convencido, todo sigue exactamente en el mismo sitio. No se si he conseguido trabar amistad conmigo mismo, porque es una de esas cosas sobre la que jamás se termina de saber lo suficiente. Estamos llenos de capas, de puertas, de pasillos cerrados que sólo recorremos cuando las circunstancias lo exigen. El resto del tiempo se limitan a estar de tal modo que es como si no estuvieran en absoluto. El resto del tiempo duermen. Uno nunca termina de conocerse a sí mismo, porque aunque tengamos la ineludible costumbre de teorizar, de ponernos en situación, nada de eso sirve para nada justo en el momento en el que la situación modelo se va tornando realidad. Ahí descubrimos un pasillo, una puerta abierta, y después la cerramos de nuevo o no, según el resultado de la experiencia. Como si negar una parte de uno fuera lo mismo que no ser. Como si nos definiéramos en lo que nos gusta y contra lo que nos disgusta. Seguramente hayamos visto demasiadas películas, seguramente queramos ser uno u otro protagonista de alguna de ellas. Como si fuéramos tan simples como para vernos en hora y media. Nos movemos pensando que todo está controlado, con seguridad en nosotros mismos, y basta un soplo de vida para que nos desmoronemos como un castillo de naipes puesto en tela de juicio por el manoteo torpe de un borracho.

Hace mucho tiempo torcía el gesto mientras Susana me decía que aún no se había duchado. Debían ser las diez menos cuarto y habíamos quedado a las nueve y media con los amigos de siempre, con los amigos con los que siempre es viernes. Me dio un beso tierno en los labios con una de sus mejores sonrisas de niña pérfida, se giró camino al baño y cerró la puerta tras de sí. Esto se puede contar de muchas maneras, echándole azúcar al gusto, pero en realidad la realidad es una y nítida y, como en la mayoría de los casos, simple. Buscando un cenicero entré en su dormitorio y vi que tenía el ordenador encendido. Me puse a trastear. No estaba cotilleando, simplemente quería ver lo que decía el ordenador de ella. En los ordenadores se esconde el mejor reconocedor visual, siempre que se usen —y eso ya dice bastante de alguien—: el orden, el desorden, los programas… En el escritorio la carátula de un disco de Queen y quince o dieciséis iconos. Ningún acceso directo. Entré en mi pc y luego en el disco duro, y la única excepción a las carpetas típicas de windows era: “fotos de salidas”. Susana es un desastre, en un año jamás conseguí que me enviara las fotografías de los viajes que hacíamos constantemente. Abrí la carpeta y disfruté como un tonto viendo caras conocidas, incluyendo la mía propia, haciendo el imbécil y eternos paisajes que nunca dicen nada de nada. Obvié una carpeta dentro de la anterior rotulada “Lucía”. Después de pasar un buen rato con las fotos no entendí muy bien para qué una carpeta sólo para Lucía. Quizá a ella sí le envió fotos e hizo una carpeta antes de meterlas en un zip y mandarlas por correo electrónico. Entré y pinché en la primera.

Era la casa de Susana, sin duda. El baño, decorado con velas y una barra de incienso humeando sobre el armarito. He visto esta situación muchas veces, con otros protagonistas. De repente tuve la sensación de estar haciendo algo que no debía, y al mismo tiempo la sensación de que no muy tarde me arrepentiría de haber visto lo que no estaba destinado a ver. En la bañera estaban Susana y Lucía, mirando divertidas a la cámara. Desnudas, abrazadas.

Me excité, no puedo negarlo, como primera e instintiva reacción. Justo en ese momento oí abrirse la puerta del baño, cerré todo lo que tenía abierto y me recosté sobre la cama. Cuando ella entró me miró sonriendo. Soluciones rápidas ante lo insalubre de la conciencia.

¿Estás cansado?
En absoluto… pensé que vendrías recubierta únicamente por un par de toallas, que te tirarías sobre la cama al verme…
Acabas de mirarme como si hubiera cometido incesto cuando te he dicho que aún no me había duchado, como si llegar tarde fuera algo digno de psicologías hermanas de Pol Pot, y ahora quieres hacerme el amor… eres sencillamente monocorde, cariño. Comer, dormir, excretar y reproducirse. ¿Un par?
Sí, como puedes comprobar en ti misma siempre lleváis una en el pelo, es un trasunto genético. Los tipos con el pelo largo no necesitan recogérselo en una toalla cuando salen de la ducha.
Los tipos con el pelo largo son adictos a la Couldina, no necesitan cuidarse. Anda, sal de aquí, que voy a vestirme.
Dios mío, te he visto cientos de veces.
Sí, pero estar desnuda delante de ti vistiéndome… me coloca en una sensación bastante indefensa y, además… no estaría mal que fuéramos dos a la cena en vez de tres, hombretón mío.
Mmm, ya es tarde para eso, pero aún así me retiro. Saludos, bella dama.

Mientras se vestía entré al baño y observé que en el lugar donde parecía estar la cámara en la foto no había nada, ni una estantería, ni un pequeño soporte, nada. Tiré de la cadena y me lavé las manos antes de salir. Como si nada hubiera sucedido allí.

La vida siempre me ha parecido una canción, más o menos. Tiene sus estribillos, eso no lo puedo negar, sus repeticiones y sus estrofas. Una canción empieza de la nada y tiene que contar una historia, la vida es más o menos igual. La primera estrofa centra el contenido. A partir de ahí todo lo que suceda tiene que tener forzosa relación con lo anterior. No sé si me explico bien. Antes de la primera estrofa, todo puede suceder, suenan tres o cuatro acordes y nada más. Después de la primera estrofa, todo está condicionado a ella. De algún modo, todo surge de ella. Y coincide que, en la vida, la primera estrofa se vive de forma inconsciente, sin rumbo. Todos perdidos en un mismo devenir de la cosa en sí que es vivir. La primera estrofa, tan importante, se vive de forma aleatoria. Y después viene todo lo demás.

1 comentario

  1. Me ha encantado, una de las mejores tuyas que he leído.

    Eres alguien especial Miguel, eres alguien especial.

    Un abrazo,

    Hare

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