Las calles están llenas. Puedes verlo si te fijas un segundo.
Como si hubiera algún modo de evitar fijarse.
Vuelve después.
Hazme caso.
Vuelve después.
Después de las diez.
Las calles son un desierto.
Como si se hubiera perdido algo,
como si algo se hubiera roto,
como si algo hubiera dejado de estar en su sitio.
Como si cada cual en su celda tuviera mucha más vida que aquí fuera.
Como si los bares ya no tuvieran utilidad alguna.
Como si ya no nos hiciera falta conocer a más de nosotros.
A mí me duelen las calles vacías, me parecen tristes.
Me parece que todos mentimos a las calles.
Que les contamos mentiras.
Al final un poco de ron, o un poco de vodka, o un par de cervezas
y volver a la madriguera parece lo único coherente,
porque llueve y el tiempo es desapacible
y uno ya no cuenta con un abrigo de caras que son promesa para protegerse del frío.
Hace frío en este tipo de vida.
Un frío terrible.
Nos quedan los horarios. Sí.
Y los fines de semana, con suerte.
El resto del tiempo está ya tirado,
de antemano,
a la papelera.
Como si fuera suficiente poder vivir cuarenta y ocho
horas a la semana.
Como si no estuviéramos muertos mientras tanto.
Como si fuera tan fácil respirar.
Como si fuera sólo cuestión de estar.
Yo me aferro a tu espalda, que es lo único que queda cuando todo se va.
Me aferro a tus labios hasta hacerte daño.
Y lo siento.
Me gusta cuando te enciendes un cigarro, desnuda, sentada en el sofá.
Cuando entornas los ojos y me sonríes.
Cuando me acaricias el pelo, retorciendo los mechones.
Cuando acabas la copa y pides otra.
Cuando, lúcida, te abrazas a mí pidiendo de todo menos paz.
Cuando comprendo que te es fácil quererme.
Joder, entonces sí que me siento vivo.
O, al menos, indemne.
De walking around my table.