A veces odias al tipo que tienes enfrente. Le odias con fuerza. Piensas que no toca tan bien, si es que toca, que no pinta tan bien, si es que pinta, que no canta tan bien… bueno, creo que se entiende el punto.
Una cosa que he ido comprendiendo después de un par de años con la eléctrica y los pedales de efectos es que lo que hace personal un sonido en concreto es la manía de perseguirlo y la constancia en él. Pequeños matices en la configuración del pedal y en la forma de tocar la guitarra terminan configurando una marca difícil de imitar, porque o has estado circunvalando por desvíos parecidos o te va a llevar al menos lo mismo que le llevo al tipo hacerlo fluir con naturalidad.
Y, sin tener ni idea sobre ello, entiendo que en pintura y el uso de técnicas y materiales, en escultura, en performances y en cualquier otra cosa suele pasar más o menos lo mismo. El viejo y manido mantra de que tu arte es tu visión única del mundo resulta que es viejo y mantra por algo.
Cuando el arte no se sostiene a sí mismo ni en casito ni económicamente se compite por el espacio, se detesta al que ocupa el tiempo bajo los focos que tú no estás ocupando. Y es una verdadera pena, porque precisamente el arte parece ser, en tanto que trabajo de otros a los que observamos, escuchamos, sentimos, un modo de evitarte todo el largo proceso para ir directamente al resultado. El arte de otros te lleva a lugares a los que no vas a tener tiempo de ir por ti mismo, incluso en los casos en los que además carezcas de la habilidad para hacerlo.
Pero no tenemos tiempo. No tenemos dinero. No merece la pena si no está en. Nos venden lo mismo pero en masa, invirtiendo pasta para sacarnos la pasta, haciendo cosas genéricas en las que quepa el mayor número de gente posible, machacando las pequeñas ideas, las pequeñas manías, los pequeños gestos que construyen un mundo desde una forma de atacar las cuerdas.