Vivimos en una sociedad en la que los conflictos forman parte de nuestra vida cotidiana: a nivel social, político, étnico y religioso, los diferentes grupos que la componen se enfrentan cada vez más. El análisis de estos conflictos es imprescindible para dar con las medidas necesarias para frenar los enfrentamientos.
Los resultados de uno de estos análisis, realizado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España (CSIC), señalan que cada vez es más grande la brecha entre ricos y pobres en los países mediterráneos, y que esta brecha se ha doblado incluso en los últimos 40 años. Esta evolución ha provocado un aumento del riesgo de inestabilidad política, así como de que surjan conflictos abiertos.
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Y aunque la Unión Europea ha conseguido que dentro de sus fronteras, las situaciones de los países se hayan igualado bastante, lo cierto es que eso ha provocado una mayor diferencia con respecto a nuestros vecinos más pobres.
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Y más, y más, y más. Pero todo dentro de las ayudas, financiaciones y supuestas medidas de equilibrio potenciadas por el eufemismo de la «globalización», que no es sino la mundialización de la mano de obra con el único y claro objetivo de abaratarla.
Luego se quejarán de que los que son puteados empiecen a putear, se llevarán las manos a la cabeza y serán capaces de decir en prensa «no entiendo nada».
Aunque no falta quien gusta de ignorarlas, algunas de las señales de la crisis que atenaza a la izquierda son fácilmente perceptibles. Una de ellas, elemental, la configura un patológico temor a enunciar las ideas propias, que esconde un reconocimiento subterráneo de la derrota y se traduce en un genuino desarme ideológico.
Más que teorizar al respecto, tiene su sentido que propongamos algunos ejemplos de lo que tenemos entre manos. Uno de ellos, el primero, lo aporta el acatamiento general de una palabra, globalización, que nos acosa hoy por doquier. Secuela lamentabilísima del empleo, omnipresente, de la palabra que nos ocupa es el olvido constante de otra, capitalismo, que a los ojos de muchos sigue retratando de manera cabal el grueso de las relaciones económicas que, por desgracia, imperan en el planeta. Tiene uno que concluir que semejante operación sustitutoria es cualquier cosa menos neutra e improvisada: obedece, antes bien, al designio de retratar de manera saludable una realidad que en modo alguno se ajusta a tal operación y de hacerlo, por añadidura, borrando del lenguaje la palabra capitalismo, estigmatizada como añeja y panfletaria.Mas en comfía.