He estado tocando componiendo cantando sin parar —en los ratos libres, claro—. El salón de mi casa ha vuelto a convertirse en un sitio del que salen cosas, y eso es importante por muchos motivos.
El fin de semana pasado fue el cumpleaños de mi madre. El sábado fui a echar el día, comimos, caminamos, estuvimos con María y Carol y pasamos un muy buen rato. Hay que tener cuidado con la cabeza, puede darle la vuelta en un segundo y hacer del Titanic un naufragio. Tenemos (tengo) ese tipo de pulsiones inconscientes que nos piden más y nos impiden apreciar lo que tenemos delante. A veces, en mitad de una conversación, entre dos pasos al caminar, a mitad de meterme en la boca un trozo de pan mojado en yema de huevo, veo los bordes helados de esa realidad que convive con la que quiero como un modo evolucionado de La ciudad y La ciudad. Ambas no son lo mismo, pero sólo se diferencian en un componente: la certeza que les concede mi cabeza en cada momento.
Soy consciente siempre de que eso está ahí. Componer es, para mí, una forma de evitarlo. Es como una tierra de ambas, es vida y es luchar por ese algo que la cabeza, a veces, quiere querer o cree necesitar, un sitio en el que ambas pueden suceder al mismo tiempo. Y por eso mismo es una válvula que libera una cantidad enorme de presión. Eso importa.
Prefiero mantenerme en el lado feliz de mi historia.