Valientes caminando bajo las andanadas, impasibles, avanzando siempre hacia delante sin reparar en los cuerpos despedazados a los lados.
De eso, la mayor parte de las veces, me parece que va todo esto.
Como si no importaran.
A veces me pregunto cómo puede ser que vea tantos conejos y gatos atropellados en las carreteras. Es sencillo, no importan ni media mierda. De otro modo se haría algo. Las urracas no se quejan.
A veces la respuesta, si se pregunta, es que nuestra propia ineficacia no nos permite organizarnos mejor: para poder tener ciertos beneficios como especie es necesario un cierto número de bajas. Suicidios, deshaucios, gente sin empleo a la que hacen sentir inservible, gente al margen, fuera. Las urracas no se quejan.
Otra, relacionada con la anterior, es que estamos avanzando a un lugar de cero marginados. Estamos aprendiendo a organizarnos mejor. No importan los datos.
Otra, más cruel, es que es la mejor forma de organización posible. En otras habría más marginados.
Relacionada con esta: los que no disfrutan de las ventajas del sistema es porque no se esfuerzan. Porque ellos mismos se excluyen. Dios sólo ayuda al que se ayuda a sí mismo, o algo así. La desigualdad no es un defecto sino una herramienta del sistema, se premia más al que más se esfuerza. No importa que todo lo que veas a tu alrededor no concuerde.
Como esas guerras en las que la estrategia era avanzar impasibles hasta llegar al cuerpo a cuerpo, soportando cañonazos y disparos entretanto. Gente que muere alrededor. Gente que no ha hecho lo suficiente, no ha previsto la bala, no ha sabido esquivarla. Inadaptados, vagos, ineficientes. Los pisamos si caen delante y seguimos, no son como nosotros.
Las urracas, en sus tiendas de campaña en la retaguardia, no se quejan.