Habíamos descubierto la forma allí mismo, entre nuestras inseguridades. En vez de ocultarlas íbamos a hacer de ellas nuestros nombres, nuestros rasgos, los timbres de nuestras puertas. Un montón de gente simulando ser perfecta no es más que un montón de gente con la paranoia constante de ser descubierta, y eso nos había llevado tan cerca de la aniquilación que, en comparación, haber admitido ser vulnerables nos confortaba como el canto lisérgico de una sirena. Ya estaba todo terminado: admitido. El hecho de hacerlo y reconocerlo aligeró el peso que nos había mantenido encorvados y medio locos desde que nacimos. Nadie querría volver de eso. Pero lo hicimos.