Desde el fondo de la oficina, si se doblaba en el suelo y retorcía la cabeza, podía ver el rayo de sol que entraba en un ángulo extraño e iluminaba la esquina. Parecía una especie de anunciamiento divino, como si en ese par de centímetros de polvo acumulado sobre suello de terrazo, que quizá había conocido con suerte dos o tres pasadas de fregona a lo largo de los años, fuera a suceder lo que iba a cambiarlo todo.
Pensando en ello esperó hasta que empezó a dolerle el cuello. Después del primer calambre supo que, de nuevo, no iba a ser hoy. Pero lo tenía localizado, lo tenía calado, lo tenía situado. No iba a dejarlo escapar ahora que lo había encontrado. Se había pasado la vida buscando eso que merece la pena, ese brillo, ese algo. Sacó un café de la máquina y volvió a sentarse en su sitio, esperanzado y diciéndose hoy ya no, pero mañana sí, seguro, mañana mismo.