Y no es que no hubieran ido saliendo oportunidades de hacer otra cosa, pero las oportunidades son como todo lo demás: tienes que estar con el ánimo de reconocerlas como lo que son. Como esas tardes familiares que detestas y años después te descubres pensando en ellas con nostalgia. Como esa tipa que te tira los trastos y no soportas hasta que deja de hacerlo y piensas que, bueno, tampoco estaba tan mal que lo hiciera. Como ese objeto que guardas en un armario durante años sin saber muy bien qué hacer con él hasta que un día lo tiras, y es entonces cuando se te ocurren usos que no habías sido capaz de ver nunca antes. La vida no es tanto lo que te pasa como eso que quieres convencerte de que quieres que te pase. Quieres convencerte tanto que lo haces, y todo lo que no sea eso deja de tener importancia alguna.
Supongo que de algún modo el ser humano está hecho así, para apreciar lo que está buscando y no darle demasiado valor a lo que tiene, porque si lo tiene, ¿para qué seguir buscando?
Nos reíamos bastante de los que estaban más centrados en otras cosas y le ponían empeño al curro o a los estudios. ¿Por qué conformarse con migajas? Alguien se había comprado un coche o un vestido o alguien había terminado un curso en la universidad con buenas notas y todo eran risas, jeje, jaja, jiji, para qué, para qué conformarse con eso, por qué perder la fé, dejar de esperar, para qué cerrar círculos, perder la oportunidad, cómo meterse de lleno en esta sociedad que jiji, jaja, ya sabes, lo único que tiene de bueno es ser el Destructor de Conciencias, el Aniquilador de Almas. ¿La universidad? Ya lo escribí entonces, la universidad era ese sitio en el que me matriculaba para no pasar frío en invierno. Otro sitio en el que estar entretanto, otro Ra. Todo lo bueno estuvo siempre por llegar, siempre mañana, siempre un no hoy en el que lo único inteligente era encontrar un modo para dosificarse de forma agradable la espera. Siempre buscando, siempre parado, siempre dejando las cosas que no eran importantes pasar.
Recuerdo que quedé con alguien que se iba fuera, no recuerdo a dónde. Recuerdo preguntarme para qué, recuerdo preguntarle para qué. Me recuerdo escuchando la respuesta pensando que una distancia sideral nos separaba y no tendría ningún sentido explicarle que para nada, que se estaba equivocando, que estaba apostando por un caballo que a duras penas podría abandonar el cajetín de salida, y que si al final conseguía hacerlo no sería más que para una carrera en la que llegaría junto con el resto del montón. Yo cuando cogía la guitarra sentía que brillaba. Me sentía en medio de algo. Me sentía bien dirigido, en la dirección correcta. Me sentía justo en el sitio en el que quería estar.
Pero aún así seguía siendo transición. Tocaba en un garito y gustaba o no, pero era algo que recordaría otro día como el comienzo de algo tan grande que los gobiernos me contactaban para decirme que por favor parara, que lo dejara, que estaba eclipsando el sol y poniendo con ello en peligro la economía. Me dormía pensando en ello, me despertaba con ello ya en la cabeza. Vivía durante todo el día concentrado en ello. Soñando despierto, viviendo dormido en medio de esa hecatombe prometida que tenía los días contados, los años marcados como esa baraja con la que iba a hacer tantos trucos de magia que nadie podría saber dónde empezaba el truco y dónde la mismísima realidad. Yo tenía esa fuerza, y todo lo demás me daba tan igual que no era capaz de percibirlo.
También es cierto que hay un montón de sitios a los que te gustaría volver de vacaciones. Vivir en casa de mis padres, por ejemplo. No me importaría tener la capacidad de regresar a aquello una semana o dos, las noches frente al televisor, las bromas cotidianas, tirar la basura, poner la mesa, echar un truño separado por un par de metros de todos los demás. Daría un montón de medias vidas por volver a estar un rato con mi padre, aunque el tipo estaba siempre tan cansado después de 12 horas de curro de lunes a sábado que la experiencia con él siempre tenía algo de lisérgica, de enajenada. Y es verdad, muy verdad, que algo de eso siempre hay, pero aún así creo que estaba tan concienciado con lo que había de venir que durante esos años no me di ni cuenta de lo que tenía alrededor. Pasos intermedios, caminos que llevan a alguna parte.
Y ahora sigue siendo más o menos igual. Vivo solo, tengo una casa que me parece que no está nada mal, pero me cuesta mucho ser capaz de verlo. Me cuesta comprender que eso es lo que tengo, no esa gran cosa que sigue sin haber llegado pero sigue convenciéndome que está ya cerca, que ha salido, que ha cogido el coche, que ha habido un atasco y por eso está llegando algo más tarde. Hoy, por ejemplo, he llegado de pasar la tarde con la familia y al volver a casa me he encontrado con la guitarra, algunas letras, la cejilla y el afinador desperdigados por el salón y me he dicho a mí mismo que, joder, qué bien, que buen rato ha salido de ahí para quedar así. Pero me he ido de ese mismo salón hace cuatro o cinco horas y al hacerlo no me pareció que algo estuviera en su sitio.
Y estoy un poco cansado de eso, eso es todo. De vivir para mañana. De no ser capaz de comprender en un sentido digestivo que lo único que hay es lo que queda. Y me da pena pensar en que llegará un momento en el futuro en el que, con todo esto ya perdido, conmigo ya en otra cosa, me ponga a recordar sobre ello y piense qué bien he vivido. Me pregunto por qué debe ser entonces cuando le dé valor y no ahora mismo. Me pregunto si hay algún modo de conseguirlo en este ahora mismo que es el computo global de lo que soy y lo que he sido, porque
qué queda de nosotros sino el ahora
extendiéndose como una guerra
sobre lo de nosotros que queda