Habíamos convertido la nada y el silencio en un montón de ruido. Nos metíamos en el garito y pedíamos minis de cerveza mientras bailábamos hasta que nos cansábamos, nos sentábamos y movíamos la cabeza bebiendo todo lo que podíamos hasta tener fuerzas de nuevo. Era como una forma de purgar lo anodino de seguir en el lío sin hacer realmente nada, parecía un buen modo de pasar el tiempo hasta que esa cosa grande e importante que iba a pasarnos llegara. Tenía que llegar. Estaba de camino.
Pero los años se fueron agotando y el garito cerró, y abrieron otros que no terminaban de ser lo mismo, y la gente se fue y volvió y algunos se hartaron de esperar y se metieron en un trabajo o se casaron o empezaron a tener críos como para pedir una prórroga, que era justo lo que estaban haciendo. Cambiaron literalmente el garito por los críos, y todo lo que no eran ni habían sido dejó de ser una espera borracha para convertirse en un vástago al que presionaban y presionaban tanto para que fuera algo que lo rompían, teminaban dejándolos destrozados. Los chavales no sabían ni qué ni cuánto ni por qué se les pedía tanto entre las clases de cerámica, refuerzo de inglés, guitarra, macramé y canto. Seguían en el mismísimo punto en el que no habían dejado de estar nunca, pero si antes jodían su hígado y el bolsillo ahora le partían la cabeza a quien acababa de llegar y no sabía todavía de qué iba el tema.
A veces me encuentro a alguno, aunque no lo voy buscando. Y te saludan y se acuerdan de aquellos días —por supuesto que lo hacen, cómo no iban a hacerlo—, y te dicen que joder, que vaya, que qué tiempos. Y les ves los ojos hacia fuera y medio retorcidos, la sonrisa sardónica, la piel enrojecida, y te das cuenta de que realmente nada ha cambiado en absoluto. Todos esperando esa cosa grande e importante que va a pasarnos. Tiene que llegar. Está de camino. Todos jodidos en eso incluso ahora. Todos dejando pasar una vida entera de cosas a las que prestarle atención por esa mierda.