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finde

El tipo se paseaba por la casa desnudo de cintura para arriba, con un sombrero de cowboy en la cabeza y un vaso vacío de güisqui en la mano derecha, bacilando a todos, insistiendo una y otra vez en ser un directivo de una compañía que nos sorprendería descubrir. Como era normal nadie le hacía demasiado caso al cabo de un rato, así que iba de grupo en grupo hasta que los cinco minutos iniciales de sorpresa se desvanecían y la gente le desplazaba del centro de atención como un planeta excéntrico que empieza a alejarse demasiado de la estrella.

Sonia acaba de comprarse ese chalet adosado ya bien entrada en la treintena y estaba radiante de felicidad. Brillaba mientras sacaba comida y bebida sin parar. Se reía cada vez que alguien tropezaba con algo y el suelo o un mueble terminaba pagando las consecuencias, desaparecía en la cocina y volvía con un cogedor o la bayeta o la fregona y lo limpiaba, sonreía otra vez y volvía a aquello de la comida y la bebida. Nadie sin su plato, nadie sin su vaso. La casa, decía, estaba cogiendo vida. La gente se esfuerza en mantenerse siempre en la cresta de la ola, en un ascenso que está a punto de llegar o un coche nuevo, una mudanza o una nueva pareja que parece la definitiva, tres kilos perdidos, un nuevo bañador que estrenar en la piscina. Después de un tiempo todo vuelve a ser la misma mierda, pero para entonces ya ha aparecido una nueva ola y ya nadie parece preocuparse demasiado por la anterior. Dejar de subir y subir puede significar el camino más rápido al bajón y al qué hago en medio de todo esto, y eso es algo que nadie quiere ver muy a menudo.

Nos había contratado para que diésemos un pequeño concierto en el pedacito de jardín en el que había montado un escenario con unas tablas y unos palets que le habíamos traído nosotros mismos. Eso de contratado es un poco relativo porque no era un buen momento para que le quedase demasiado dinero para pagarnos, pero podíamos ponernos ciegos y montar un pequeño puesto en el que vender la maqueta. Cuando trajimos las maderas a media tarde había insistido en que ella sería la que lo montase porque nosotros éramos los artistas. A mí me hizo gracia y la dejé hacer, ella parecía seriamente convencida de lo que hacía y yo no era nadie para desmontar ese tenderete.

El tipo del sombrero había empezado a bailar algo que debía parecerle un correcto estriptis sin quitarse el sombrero ni dejar el vaso. Supongo que los grupos se le habían acabado para entonces y tuvo que escalar las llamadas de atención. Había conseguido reunir a cuatro o cinco despistados frente a él y parecía sentirse bien con ello. Eché un vistazo hacia Sonia para comprobar que todo estaba bien por su parte y no pareció importarle ni cuando las patas de la mesa estallaron y el tipo aterrizó clavándose un tornillo en el culo desnudo. Cogiendo vida.

Pensé que no sería un mal momento para empezar con lo nuestro, así que le hice una señal a los demás y empezamos a encender los amplificadores y a afinar. La gente se fue arremolinando alrededor, sonreí, nos presenté y empezamos. Estuvimos media hora dándole duro y otra media tocando peticiones hasta que trasladamos el concierto a las sillas de plástico y al césped. Mientras estaba ahí arriba había visto las luces de los vecinos encendiéndose y gente saliendo a esas pequeñas parcelas de tierra en la tierra con gesto enfadado, así que no era cuestión de forzar las cosas.

El cowboy no hacía más que pedir «Hurt» en la versión que Johnnie Cash hizo de Nine Inch Nails. Lo hacía así cada vez, como si fuera algo que se hubiera aprendido de memoria. Le hice esperar hasta el final y la tocamos para cerrar. Abe y el Chino seguirían tocando en un círculo más pequeño, pero para ese día estaba bien haber terminado así. Laura me dijo que habíamos vendido siete u ocho cds. Todo un pelotazo. El estrellato.

Pese a que la gente empezaba a retirarse a sus guaridas Sonia seguía al cien por cien, sirviendo, limpiando y brillando. Conseguimos meter al sombrero en un taxi y el tipo no pudo más que meterse dentro y dejarse hacer. Nos quedamos una decena sentados entre el césped y la mesa de plástico, riendo y acabando las cosas duras y excéntricas que se compran casi por inercia, los orujos de hierbas, los pacharanes, los anises. Sonia consiguió relajarse y permanecer sentada algo más de cinco minutos por primera vez en toda la noche.

La casa estaba hecha un desastre. Muebles nuevos de Ikea vandalizados, devueltos a las piezas más o menos originales. A ella no parecía importarle. La tarjeta de crédito tendría que bullir haciendo su trabajo otra vez. Si ella valoraba eso no había nada que discutir. Dentro de nuestro estado ayudamos a recoger un poco, a meter cosas en su sitio o a hacer sitios nuevos desbrozando kippel. Metimos el equipo en la furgo y le prometí volver al día siguiente a por los palets y las tablas.

Me dijo, antes de marcharnos, ha sido estupendo, muchísimas gracias, os debo una. Yo le di un beso en la mejilla, la cogí de la mano y apreté más o menos fuerte. Le di un abrazo. Le deseé suerte. Cuando me miró me quedó claro que ella ya estaba concentrada en adivinar por dónde iba a venir la siguiente ola. Cogiendo posiciones para encararla del mejor modo.

No hay nada en el mundo que pueda mellar eso, así que me metí en la furgo y pensé que, bueno, tal y como estaban las cosas no era una mala garantía de que de momento todo iba a ir como debía. Correcto.

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