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donde empieza

Últimamente sólo disfruto leyendo cosas que son menos mentira.

Me refiero a diarios, pseudodiarios, momentos de lucidez en los que la máscara de lo que se necesita vender parece que cae y ya todo da igual. Puede gustarte más o menos lo que ves ahí, pero tienes la sensación de que al menos contiene algo real. Todo entroncado con la novelita luminosa de Levrero. Muy lejos de la narrativa de las series, las películas, el armatoste y el artificio de la sociedad del me vendo.

Quizá es por hacerme viejo, no tengo ni la más remota idea. Quizá es por haber perdido la fe en algo en lo que puse mucha. «La vida entre dos pajas» de Neorrabioso, que no enlazaré porque lo borrará y no importa demasiado, lo que debe permanecer es la idea:

Vidas hay muchas, y formas de entender el mundo hay tantas como cabezas. ¿Por qué, entonces, parecen todas la misma? Hace muchos años yo estaba extrañado con el tema de los idiomas occidentales, ¿por qué la misma entonación a la hora de hacer una pregunta, la coma, el punto, sujetoverbopredicado? La respuesta era porque todas venían de una tiranía común. Con las cabezas, en todas partes, siento algo muy parecido. Hasta tal punto que sólo disfruto cuando no comprendo bien de dónde viene algo, qué significa, con qué definiciones está jugando. No somos una sola cabeza que se vende a toda costa, que recorre lugares comunes para encontrar simpatías y colar un par de salvavidas.

No, somos gente diferente. Debemos serlo. Ahí empieza todo.

No la felicidad a toda costa, una felicidad forzada, plasticosa, sino la lucha contra el bicho, contra el uno mismo, contra el tiempo, contra lo que se quiere pero no se alcanza: la realidad de lo inexacto, lo impreciso, lo inasible. No la felicidad del kiwi y el aguacate y los tres abdominales por las tardes, sino la titánica tarea de ser. No la felicidad como objeto comerciable, como responsabilidad individual adquirible con cinco minutos al día de ligero esfuerzo. No a la sencilla idiotez. No a disolvernos en ese tipo de insipidez.

La vida no tiene por qué ser ni sencilla ni complicada, o aburrida o divertida. Lo que desde luego no es es una receta.

el rollo tremendo de El Consejo

Oks. Digamos que hemos conseguido enterarnos de qué va la historia, y que no nos parece mal del todo. Digamos que es posible que haya un punto de encuentro. Pero… ¿tendremos la paciencia y, en cierto modo, el valor para escribir todo eso, para darle sentido a todo eso? Digamos que sí.

Digamos que tenemos la historia para ocho libros, una historia que concluye en el octavo, una historia que nos va a permitir incluir todo lo que nos dé la gana en medio. Ocho novelas dan para un montón. ¿Sabremos aguantar mientras rebosan?, ¿podré hacerlo?, ¿servirá de algo?

Digamos que sabemos que somos un buen escritor técnicamente pero un pésimo narrador. Eso influye un montón. ¿Seremos capaces de mantener todo eso a flote, de emplear el tiempo y la dedicación necesaria para que eso llegue a alguna parte? Lo peor es que, atendiendo a los resultados precedentes, la respuesta parece ser no. Digamos que, además, para qué. Digamos que, además otra vez, en medio de un vacío existencial que empieza a resultar bastante cómodo uno puede empezar a preguntarse para qué esforzarse.

Lo difícil es reconciliarse con no ser nada, que es ser todo. Una vez hecho, lo demás es molestia.

Vivir los años que nos queden, morirnos, dejar cenizas que no queden en ninguna parte. Cambiar esos años, los que sean, de felicidad del día a día por la frustración constante de no ser capaz de, ahora sí, ahora no, hoy mierda, dolor de corazón para mañana. Una historia de ocho novelas es una eternidad por delante de estar sufriendo, y para qué.

Qué hay de gancho ahí que sigue atrayéndonos a morder el cebo. Digamos que es posible, que después de muchos intentos en los últimos dos años le hemos ido cogiendo cariño a ciertos personajes, y que eso significa lo suficiente como para hacerlo.

Digamos que no tengo ni idea. Digamos que creo que voy a hacerlo.