Oks. Digamos que hemos conseguido enterarnos de qué va la historia, y que no nos parece mal del todo. Digamos que es posible que haya un punto de encuentro. Pero… ¿tendremos la paciencia y, en cierto modo, el valor para escribir todo eso, para darle sentido a todo eso? Digamos que sí.
Digamos que tenemos la historia para ocho libros, una historia que concluye en el octavo, una historia que nos va a permitir incluir todo lo que nos dé la gana en medio. Ocho novelas dan para un montón. ¿Sabremos aguantar mientras rebosan?, ¿podré hacerlo?, ¿servirá de algo?
Digamos que sabemos que somos un buen escritor técnicamente pero un pésimo narrador. Eso influye un montón. ¿Seremos capaces de mantener todo eso a flote, de emplear el tiempo y la dedicación necesaria para que eso llegue a alguna parte? Lo peor es que, atendiendo a los resultados precedentes, la respuesta parece ser no. Digamos que, además, para qué. Digamos que, además otra vez, en medio de un vacío existencial que empieza a resultar bastante cómodo uno puede empezar a preguntarse para qué esforzarse.
Lo difícil es reconciliarse con no ser nada, que es ser todo. Una vez hecho, lo demás es molestia.
Vivir los años que nos queden, morirnos, dejar cenizas que no queden en ninguna parte. Cambiar esos años, los que sean, de felicidad del día a día por la frustración constante de no ser capaz de, ahora sí, ahora no, hoy mierda, dolor de corazón para mañana. Una historia de ocho novelas es una eternidad por delante de estar sufriendo, y para qué.
Qué hay de gancho ahí que sigue atrayéndonos a morder el cebo. Digamos que es posible, que después de muchos intentos en los últimos dos años le hemos ido cogiendo cariño a ciertos personajes, y que eso significa lo suficiente como para hacerlo.
Digamos que no tengo ni idea. Digamos que creo que voy a hacerlo.