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onomástica

Entrada programada. Quiero decir que no quiero decir nada y no estoy donde debo. Pero programo. Le pongo una hora a esto para que salga al mercado.

Teníamos muchas cosas que decir, y las dijimos.

Y después de todo ese esfuerzo me pregunto lo que quedó. Porque el hecho es que no quedó nada.

No sabíamos quiénes éramos, quiénes fuimos, quiénes somos.

Un mensaje hacia el futuro: corred.

Estáis demasiado cerca: corred más.

Antes del día final hubo una conclusión final.

Y después, ¿qué?

Pues nada, seguimos viviendo. Nada de nada. Nada de todo. Nada de aquello. Pero mucho más de lo otro. Lo dije en otra parte, pensamos que el alcohol nos iba a matar (aún estamos a tiempo).

Pero lo que nos mató fue todo lo demás. Este absurdo. Este sin sentido.

Este frío. Esta nada. Sin sentido. Este gélido frío. Menos mal que hemos aprendido a verlo poquito y a sentirlo menos. Y en esa lucha sí que está el significado de todo lo que sucede a tu alrededor.

Es una paradoja, pero lo más hermoso de la vida es ver cómo se engaña todo el mundo. «La música es mentira», decía el viejo aquel, pero una mentira bonita.

lo que no supe explicar

—Pero, ¿qué quieres decir?
—Es como cuando tienes un jersey de hace muchos años que ves un día en el fondo del armario, y le echas un vistazo y de repente te parece de puta madre, vete tú a saber por qué, si es por las cosas que viviste con él puesto o simplemente por que aquella era otra época que mejor o peor ahora es ya inaccesible. Y de repente decides que te lo vas a poner, pero has engordado en los últimos años un poquito, lo justo como para que no te quede bien pero no para que no te entre, y te embutes en él y empiezas a estirar de la tripa y del pecho pensando que no es para tanto, que va a encajar a la perfección sólo con un golpecito, un tironcillo más, un pequeño ajuste, un poquito de elasticidad extra. Y cuando te sientes más o menos bien en él te miras en el espejo y resulta que lo has deformado tanto que ahora ya no se parece ni al jersey ni a nada más que a lana elongada y sin forma… ¿sabes lo que te digo?
—No. Pero sí.
—Pues así me siento, como ese puto jersey. Completamente dado de sí.

alicia se preguntaba qué había al otro lado del espejo

Me enseñó a conducir un profesor de autoescuela que era como Ray Liotta con el pelo rapado y algo de sobrepeso. En realidad podía haber sido fisicamente como quisiera y se hubiera seguido pareciendo a Ray, porque tenía la misma mirada, esa que se mantiene independientemente del gesto que tenga tu cara y rezuma mala ostia, tensión y brutalidad, frialdad y decisión inmutable. Me miraba para decirme que había conducido muy bien durante la clase y yo no podía evitar pensar que acto seguido me iba a moler a golpes con un bate de beisbol, y a tirarme en cualquier cuneta vacía para después salir quemando ruedas mirando a los lados intentando localizar algún posible testigo. Un tipo asi no dejaría huellas, más que en el asfalto.

Supongo que no lo tuvo fácil, ese tipo de miradas siempre te traen problemas. El tipo tenía tatuajes en los nudillos que nunca tuve el valor de mirar lo bastante para saber qué decían, así que supongo que a él en algún momento tampoco le dio por ponérselo fácil a los demás. Me dijo su nombre pero no lo recuerdo, me esfuerzo y me esfuerzo y no puedo recordarlo. El caso es que el tipo tenía una paciencia infinita y algún problema de asma, porque siempre estaba tranquilo a mi lado respirando entre pitidos que le salían del fondo del pecho, no de la nariz ni de la garganta. Algo no funcionaba del todo bien ahí dentro. Como esa mirada me ponía tenso de cojones yo no dejaba de decir estupideces todo el tiempo, intentando ganármele, y él se carcajeaba entre pitos y falta de aire y se ponía rojo, lo que hacía que sus ojos brillaran más aún. Ni siquiera en esos momentos la fría determinación que irradiaba desaparecía, esas pupilas inexcrutables que lo mismo podían estar pensando en demolerte el hígado a puñetazos o en prepararse un sandwich con mostaza. No había forma de saberlo.

Y yo iba a mi clase mitad acojonado y mitad intrigado, porque supongo que a todos nos gusta ver el peligro de cerca cuando queremos pensar que no tiene nada que ver con nosotros, que no va a afectarnos. Nos atrae. A mí me atrae, al menos. Me montaba en el coche, saludaba, colocaba los espejos, arrancaba, quitaba el freno de mano, me ponía el cinturón y salía. Le preguntaba “¿por dónde?” y él respondía que ya me iría diciendo. A partir de la cuarta o la quinta clase pareció decidir que la cosa estaba bien y se limitaba a mirar por la ventanilla, con el codo apoyado en el tirador y la mano bajo la barbilla, y yo paseando a Ray por donde me apetecía en medio de una ciudad dormitorio en la que lo más interesante que podías observar era la forma en la que el agua intentaba pasar por el agujero de las alcantarillas. Esas semanas que pasé con él siempre llovía. Aprendí a conducir como un capitán de barco. Así que yo tenía un A3 nuevecito bajo mi culo y la posibilidad de ir a donde me diera la gana y aún así seguía intrigado por el tipo que tenía al lado. Eso era lo que me carcomía. Después de años queriendo conducir cuando por fin tuve la oportunidad me encontré con que me interesaba más otra cosa. No me dejó disfrutar ninguna maldita clase.

Una vez, en un semáforo, le pregunté cuanto tiempo llevaba como profesor de autoescuela. Giró la cabeza y me miró sonriendo unos cuantos segundos, para después volver a girarla hacia su ventanilla sin decir nada. Y sin decir nada lo que me dijo fue “me pagan lo suficiente como para estar aquí sentado contigo jugándome la vida si te da por reventarme contra algo, pero no lo suficiente como para nada más”. Me puso tan tenso que me tiré la siguiente media hora diciendo una estupidez tras otra, arrancándole pitos como palomitas crepitando en su pecho. Después de ese tiempo me miró otra vez con su media sonrisa y, quitándola, dijo “para”. Sus ojos decididos perfilaban la intensidad real del comentario. Y yo me aferré al volante como si fuera mi tabla de naúfrago en medio del mar y con toda una muerte invisible pero cierta debajo. El peligro no parece tan atractivo cuando te apunta. No lo parece en absoluto.

En el primer examen práctico suspendí porque una furgoneta me tapó un semáforo en rojo. O porque no lo vi. Vete tú a saber ahora lo que es cierto y lo que es reconstrucción alegórica salvaculos de ego. A mí me jodía, por un lado, haberle defraudado, no poder dejar de ir a las clases que me estaban costando una pasta por otro, y no querer dejar de ir a las clases que me estaban costando una puta pasta, por su culpa. Yo ya sabía todo lo que tenía que saber sobre conducir a esas alturas, todo lo que sabe cada uno que aprueba el examen, que es prácticamente nada. Pero de él sí que seguía sin saber nada en absoluto.

Fuí el único que suspendió de los cuatro que íbamos en el coche. El camino de vuelta fue una dura tontería porque los demás no querían celebrar demasiado el haber aprobado por si me jodía. A mí me jodían otras cosas. A mí me jodían ellos, como rumor de fondo detrás de lo que verdaderamente jodía, intentando ser correctos y educados. La vida se celebra celebrando la vida y no haciendo el tonto de los cojones, y yo ya sabía lo que necesitaba. Tarde o temprano el papel sería mío.

En la siguiente clase, al final, Ray se giró hacia mí cuando me despedí y me dijo “eres el único que merecía realmente haber aprobado ese examen, no te lo tomes muy a pecho”. Y me largué de aquel coche pensando que sin darme cuenta había conseguido atravesar algún tipo de coraza o de defensa, de haber roto algo que liberaba algo más. Pero cuando al día siguiente le pregunté si el coche era suyo o de la autoescuela, si era autónomo o asalariado, volvió la media sonrisa y el silencio seguido de ventanilla. Esa nada tan charlatana.

A la semana siguiente me volví a presentar y aprobé. Aprobamos todos, de hecho, incluso una tipa que era un desastre y tenía el record de convocatorias de la autoescuela. En el coche a la vuelta todo fue distinto.

Bajamos al llegar y nos despedimos. Ray me dio la mano con un apretón duro y me dijo “enhorabuena”. Ray con sus ojos como dos diamantes fríos y opacos en los que nunca fue posible adivinar nada. Le di las gracias y me piré al bar del barrio a perder la consciencia para celebrarlo. Había pedido el día libre en el curro y no pensaba permitir que nada me impidiera morir un poquito.

Intento recordar el nombre pero no lo consigo. Me esfuerzo y me esfuerzo y no puedo recordarlo.