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atardece en Ajalvir

y yo tengo la sensación de que me he pasado la vida buscando un sitio donde comprar un paquete de tabaco y un par de cervezas. Bolaño y su 2666 repiquetea en mi cabeza y pienso que pienso que no entiendo y que hay cosas que se escapan a mi comprensión, más de andar por casa por parámetros de seguridad estandar. Porque entender entiendo. Porque comprender comprendo. Pero me pilla muy lejos, no sé si me explico: esos hijos de puta están tan lejos que no puedo ni hacerme a la idea de lo que sería estar cerca de ellos. Pero si el asunto existencial (¿dónde voy, quién soy?, y demás) se redondea al asunto local (estoy aquí y soy lo que son los demás a mi alrededor) hace tiempo que perdí la ubicación. No conservo mapas. No tengo gps. No puedo dar una respuesta clara.

Estoy perdido, hace mucho, en un mundo que no llego a comprender del todo.

Esto quiere decir: no me parece importante lo que para los demás lo es. Me parece significativo lo que para nadie lo es.

Y podría sentirme equivocado, en todos los planos (¿me das cambio para tabaco?, ¿está activada?), pero tengo una tremenda sensación de haber tocado la fibra y de que la fibra que se me vende, si se puede explicar así, no tiene nada que ver con las cosas, con el mundo. Con las cosas.

Porque pase lo que pase (dos litros, por favor, ¿tres euros?, aquí tienes, taluego) el fin en sí mismo del fin de todo no puede ser agrandar el agujero en el que todos estamos metidos. Culos y tetas de septiembre que están a punto de esconderse hasta la primavera. Llevo más de veinte años buscando un paquete de tabaco y un par de cervezas. Llevo más de veinte años y mi percepción se ha expandido pero, de algún modo, no ha cambiado en absoluto. Sigue manteniendo los mismos límites que siempre retuvo como propios.

Saludo, sonrío. Me dirijo a ti que saludas, sonríes. Todo capas, todo cubiertas. Todo invenciones, fuegos de artificio, artificiales, analgésicos convencionales.

Me vuelvo a casa. Satisfecho. Enfermo. Torcido. Con un paquete de tabaco y un par de cervezas, que parecen ser lo que he estado buscando siempre.

Las caras alienígenas, extrañas, en la terraza miran la tele. Podría encontrar referencias comunes en medio del patio si el patio, la tele, las sillas y las mesas tuvieran algo que ofrecer que no estuviera cubierto de mugre. Mugre es…

no ver nada. No es que no vean, es que no quieren ver nada. Porque…

y ahí me pierdo.

Si hay un porqué no lo veo. No soy capaz. Me muerdo.

Los labios.

Discreto.

Y entro en casa, a jugar a un juego.

tenía ojeras

y estaba buena, realmente buena, así que no me importaba nada más. Tampoco tenía fuerzas ni ganas de afrontar nada más, me limitaba a mirarla de cuando en cuando cuando no tenía nada mejor que hacer, porque al mismo tiempo sucedían centenares de cosas maravillosas. Caían servilletas al suelo, por ejemplo. Había un niño cabrón que lidiaba entre la cara de disgusto de su madre y la risa a medio camuflar de su padre, y se dedicaba a saquear el servilletero y tirar las hojas al aire, que planeaban con su propia cadencia y ritmo una a una, cada una un universo entero.

Entre una y otra yo la miraba.

Algunos pájaros volaban pidiendo migas, por ejemplo o también recuerdo —coge la que más te convenza pero una de las dos, elige tu propia disyuntiva—, y esos sí que parecían saber volar bien y controlarlo bastante. El aire tiene sus cosas, pero de algún modo a tipos como las servilletas y los pájaros les sostiene en él mismo. Con ganchos, ganchitos, cuerdas diminutas como liliputienses de Gulliver colgando de… ¿dónde?, ¿de las nubes es demasiado bobo? Yo pensé en las nubes. No había otra cosa en ese momento ahí arriba.

Qué tontería, pensé, y volví a mirarla. Había abierto el bolso, sacado un cigarro y lo había encendido. Boca de cenicero, me llegó de alguna neurona particularmente atenta del cerebro. Boca de cenicero, boca de cenicero, comenzaron a repetir las demás como niños pequeños saltarines y tontines. Boca hermosa de cenicero. Boca pintada de rojo de cenicero. Ella estaría pensando también en algo, todo el mundo lo hace. Nadie puede evitar hacerlo casi todo el tiempo. Qué tontería. Hay gente que se concentra, se funde con algo, y deja de pensar para intuir. Ese estado de gracia es el que busco todos y cada uno de los segundos de mi vida.

En la ducha, bajo el chorro caliente que me cae por la espalda mientras busco el jabón y me froto. Podría decir el alma, pero el alma no se frota. No con las manos. En el coche, después de un rato, cuando no pienso y la atención y la concentracíon es máxima. En un libro. En un juego.

La conciencia y el pensamiento son un subproducto de la autoconciencia, que no es más que ser consciente de los demás de modo que puedas aventajarles: la empatía. Pero no iba a por eso, eso lleva a no entender. Iba a que el pensamiento consciente es una mancha de aceite que se extiende y se come todo el tiempo, se hace omnipresente mientras los humanos sólo queremos deshacernos un rato de nosotros mismos. Dejar de pensar en todo y por todo.

(Sentir el sol en la cara sentado en la hierba con las manos detrás de ti apoyadas en dedos entrando en la tierra mientras una leve brisa mueve el pelo y tú estás con los ojos cerrados notando el calor en la piel y una especie de anaranjado sordo en los párpados, ¿de verdad quieres pensar ahí en algo?).

Al niño se le acabaron las servilletas y lanzó el servilletero, y el padre gritó saltando a la pata coja y la madre rió, le había pegado en el empeine. Después de reír con el padre ahora reía contra el padre, pegado a la madre. No entiende de lealtades. Sólo de la risa. Centrar la atención.

Me giré y no vi pájaros, ya no quedaban servilletas excepto en el suelo como… bueno, como servilletas en el suelo, ¿cómo qué otra cosa si no?, ¿hojas de otoño? Qué cursilada, y qué poco exacto.

Giré hacia ella y ya no estaba. Había dejado la colilla manchada de carmín en el suelo, tirada también. ¿Sería una señal, una señal de algo? No lo sabré. El momento había pasado. Este tipo de cosas existen así, sin más, como si no importaran demasiado pero tampoco quisieran hacer otra cosa.

(Cuántas preguntas, ¿por qué las ojeras, por qué cansada, por qué rojo?).

está lleno de estrellas

y se nota. No puedes ir muy lejos sin encontrar una puerta estelar que te lleve al siguiente sistema. Después al siguiente. Después al siguiente. No sabrás si en alguno de ellos te están esperando para acariciarte, llevarte al éxtasis de la destrucción. Para eso deberías llevar un explorador delante.

No saltar de puerta estelar en puerta estelar sin más, teme la burbuja que dejará tu nave inoperativa mientras te vuelan el casco, recorre los sistemas y guarda localizaciones seguras aleatorias a las que poder saltar en caso de necesidad, en tu estación habitual guarda un punto que te permita atracar inmediatamente, cámbialo a menudo, no repitas lugares seguros, no repitas nada, no dejes huellas.

No te hagas predecible. Sobre todo no te vuelvas predecible. En ese segundo estarás muerto.

El espacio es enorme y no le importas a nadie. Eso es la experiencia radical que puedo sacar de tres meses como capsulero ocasional. El espacio es enorme y justo cuando entres en colisión con los intereses de otra persona puede que entres literalmente en colisión con ella. No te vuelvas predecible, no recorras la predictibilidad de los demás excepto cuando puedas —y quieras— aprovecharte de ella, vigila para no estar en medio cuando las cosas sucedan.

Eso es Eve Online. Un espacio infinito en un sólo servidor en el que pilotos compiten, se odian, colaboran, guerrean, se montan corporaciones enormes y alianzas de corporaciones que hacen política entre ellas, conversaciones que deciden el juego de miles de personas. Todo en un solo sitio.

Está lleno de estrellas y se nota.

Una pesadilla de la que aprender, en la que ninguna normativa te protege y la única fuerza reguladora es el poder. El tuyo, el de los tuyos. El del otro, el de los demás. Una pesadilla que, de hecho, es muy real hoy.

No vueles en nada que no puedas afrontar perder.