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largas e imposibles

Nadie puede salvarte. Es un hecho. Nadie puede salvarte porque, simplemente, nadie tiene ese alicate en la bolsa. Noches largas e imposibles sin rebasar el rubicón del sueño mientras te complicas las horas escuchando atentamente el silencio para ver si consigue explicarte algo.

Porque, desde luego, nada de todo ese ruido que está ahí fuera ha podido hacerlo. Durante años y años ha sido incapaz.

Noches largas e imposibles como manchas viscosas en las que tu cuerpo se queda pegado mientras se va asfixiando, mientras al inmovilizarse impregna el aire de tu propio sudor enfermizo que huele a rancio y podrido, a fugaz y efímero, a roto y despistado. A olvido, seguramente, o precisamente a olvido. A insignificancia. Noches largas e imposibles en las que recuperas el sentido de las cosas y recuerdas que era no tener ninguno. Ese no tener ninguno que zumba justo detrás de los oídos, que es una presencia constante en tus retinas, un dolor sordo en las yemas de los dedos, un aguardar la mañana que no llega como si con ella fuera a venir una respuesta en forma de desayuno en pareja con ojeras, halitosis y carantoñas.

termino medio

Tiene que haber un termino medio en alguna parte. Algún sitio donde un tipo que cree lo justito en todo como para disfrutar de las cosas con un cigarro, una cerveza y una guitarra se sienta cómodo. O no demasiado incómodo, al menos… Un lugar entre bizarrismos como los de Sostres y algunas alucinaciones idiotizantes de la campaña «Educando en Igualdad», como aquellas relativas a revisar los juegos para buscar aquellos que no hagan distinción de género. Educar en igualdad es más que correcto, pero pretender que todas las personas tengan los mismos gustos tiene otro nombre.

Un sitio tranquilo en el que tampoco nadie crea demasiado en nada. Lo justo para abanderar algo sin paroxismo. Para disfrutarlo sin que se cuele la recalcitrante idea de imponer tu verdad a los demás.

Un bar de ese estilo, una marea ligera como esa.

realidad última o consenso

Aconfesionalidad y laicismo… a vueltas con lo mismo una y otra vez. Yo soy más bien aconfesional declarado y… literal. El estado no se declara partidario de ninguna confesion y no promociona, apoya, financia a unas más que otras. Si soy aconfesional eso es lo que soy. Unir la historia del catolicismo a la historia de España no es más que reseñar un hecho, por supuesto, pero no debemos caer en la falacia naturalista: lo que fue no es lo que debe ser. Reconozco esa historia porque es indudable al revisar los acontecimientos, pero no la vinculo simplemente por ello a un futuro en el que todo deba ser como fue.

Y pese a no creer en nada no soy laicista porque me considero tan libre de escoger mis creencias como los demás de escoger las suyas, en el marco de la constitución y de esa cosa llamada respeto mutuo. Cada cual que crea en lo que quiera, pero sin molestar, tal y como yo me declaro aconfesional en vez de laicista, por ejemplo. Abramos el debate todo lo que se pueda abrir, y fomentémoslo, pero no construyamos un teleférico para que nuestra cabra suba la primerita al monte…

Esta derecha nuestra me sigue fascinando por su facilidad de abanderar el liberalismo en lo económico y despreciarlo en todo lo demás, sobre todo en lo moral, por supuesto. Somos libres de hacer con nuestra pasta y nuestras empresas lo que queramos pero no para creer en lo que queramos. Es complicado mantener este andamiaje sin sentir vergüenza por la tremenda ironía. Se apropian de la definición de matrimonio, por ejemplo, como si de nuevo volviéramos al medieval debate de los universales. Olvidando que las definiciones son un ente sólido que sólo se endurece en el consenso de todos, que no refieren a ninguna verdad última que resida en algún tipo de mundo de las ideas al uso. Si entre todos alteramos una definición, alehop, ya está hecho. Nada es inmóvil.

Ya, lo sé, esto da un poco de vértigo. Es normal. Pero es lo que es. Así funcionan las cosas. Si queremos detener esta realidad sólo podemos hacerlo aludiendo a otra realidad última que, en cada caso, depende de la confesión de cada uno. Y en el caso de las creencias no hay consenso, sólo creencias propias. No es que excluyamos las creencias del discurso, es que por su propia naturaleza se excluyen ellas solas. Por eso no deben entrar en la negociación de la convivencia más que como una opinión más. Sin más ni menos peso.

Cada cual seguirá creyendo en lo que quiera, pero la norma de convivencia será el conjunto de las opiniones de todos.

En un mundo sin realidad última demostrada, el único camino es el consenso a traves del debate. Otra sería abandonar toda concepción basada exclusivamente en la fé, pero eso no tiene mucho presente.

Aunque enriquecería el debate. Me quedo un poco hambriento cuando para defender algo se me argumenta: es que eso es lo que Dios manda. O que debo subir a otro nivel de conocimiento, o cualquier cosa por el estilo. La fé refrena el debate, lo detiene, lo paraliza. Y a medio plazo lo anula.