Siempre es bueno coger el coche para ir a alguna parte. El coche nos confiere una falsa (pero potente) sensación de independencia y libertad. Coger el coche y salir pitando a recorrer el mismo camino tantas y tantas veces recorrido de crío. Ahora las distancias han menguado. Parece que todo está más junto.
Que en todos estos años que han pasado los pueblos se han ido acercando, haciéndose colegas. Que la carretera, precisamente por eso, ahora es más corta. Al llegar todo sigue en el mismo lugar, pero no exactamente en el mismo sitio.
Lo primero que se aprecia es que, igual que la carretera, todo es más pequeño. La casa es de dimensiones normales. La gente que parecía enorme es bajita y simpática. Los techos no son inmensamente altos. Lo segundo es que un montón de desconocidos te conocen. Te besan, te abrazan.
Y entonces es cuando llega. Esa sensación de estar en casa.
Mirar al fuego mientras la tarde pasa. Calentar el café en las brasas. Despedirse de todo con un nos vemos, aunque dudando. Dudando porque a la vida no le gustan estos juegos de tranquilidades. Prefiere seguir teniéndonos con el corazón en la garganta a golpe de mata.