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a ratos

Hacía mucho tiempo que no veía a Nano. Hacía mucho más que no le veía tan bien. Vino con Vero, su mujer (este tipo de sentencias van sonando menos duras con los años, pero en mi vida peterpanizada igual de extrañas), con la que anda tentando el camino de volverse a encontrar después de haberse desusado un rato. Volvimos a tocar y volví a sentir que no toco lo suficiente, que todo me lo sé a medias, que ando dando tumbos, pero él era feliz recordando canciones que fueron parte de su vida y yo feliz por doble motivo: también eran parte de mi vida y además, qué coño, eran mías. Y también suyas algunas letras, y otras a su vez de Cisneros, que por supuesto estuvo. En todas ellas yo había sido el */ironía/* irrevocable creador */fin de la ironía/* o el glutinante. En ambos casos todo fluye correctamente. Por un rato no me preocupé de los vecinos y dos guitarras y la percusión sonaron como si el mismísimo Dios dejara de pensar un rato en jodernos constantemente y se uniera a la fiesta, relajado. Menudo cabrón de dios, se le acepta porque no se puede hacer otra cosa. Se relaja y te mira como un igual. Como si eso pudiera ser. Como si no fuera a venir después con las rebajas.

La vida es un asunto extraño.

Yo había estado toda la tarde currando desde que llegué del curro, donde también estuve currando. El mismo Dios se encargó de meterme el dedo en el ojo durante todo el tiempo y durante más o menos todo el rato.

Recuerdo cuando Nano me llamó el jueves. «¿Cómo estás?», «a punto de reventar, necesito parar», «pues para», «no puedo», «pues quedamos en tu casa y te relajas», «para eso pago al tipo cabrón que es dueño del lugar en el que vivo, y no para nada más», «¿entonces de acuerdo?», «¿acaso no caga el papa?», «pues claro».

Y eso es lo más que se puede decir sobre eso.

Tomamos algunas cervezas y fumamos demasiado, conocí a Vero más o menos y me sentí lo suficientemente desgraciado por no tener un partenaire (en sentido blando) como para llegar al límite de recordar por qué no tengo un partenaire, y simplemente es porque aún no la he encontrado. Eso no es tan terrible ni tan idiota. Es más bien coherente.

Uno no puede agarrarse a cualquiera y sentirse feliz. No más de un tiempo. No más de un tenue rato. No más allá del primer silencio inexplicable.

Entonces es cuando todo se para. Cuando todo tu cuerpo te pide largarte.

Y te largas.

¿Alguien puede culparte por ello?

Yo te aseguro que yo no. He estado ahí tantas veces que tengo un abono de temporada. Cuando entro por la puerta me dicen «eh, Miguel, ¿lo de siempre?». Pues claro, cómo no. Y no siento vergüenza ni nada de nada.

Después fuimos a un garito donde todo sucedió como estaba escrito y nos emborrachamos cisneros y yo por los viejos tiempos que aún exudan materia y por los nuevos que pujan fuerte y toman materia de donde no la hay aún. Aunque la habrá, seguro.

El sábado seguí currando todo el día como sólo puede hacer un descerebrado, y luego más y más y luego el fútbol que me aburrió porque siempre me aburre el fútbol y luego más curro y luego Merayo vino a ver «Metropia«, y nos echamos unas risas y unos comentarios y todo estuvo bien engrasado hasta que me fui a dormir y

no pude dormir.

Como más o menos siempre últimamente. No me torturo, no tengo pensamientos negativos mientras deambulo. Simplemente no puedo dormir. Son las tres de la mañana y me entran ganas de cagar. Y voy y cago, sin darme importancia. Después me entran ganas de pasear y me doy una vuelta a la manzana, en calzoncillos y zapatillas azules plasticosas de enfermero. Y ya está.

Supongo que el asunto del partenaire, y el de qué coño pinto yo en este curro que me llena la nevera y me vacía todo lo demás, y el de que quizá me gustaría tener un crío y hablar con él de igual a igual cuando sea el momento, porque no puedo hablar con mi padre porque está muerto y le echo jodida-terrible-completamente de menos casi todo el tiempo, y me gustaría decirle que el jueves la nefróloga me dijo que no hay nada mal en mi cuerpo, que pese a las cervezas mi hígado, mis riñones, mi bazo, mi vesícula y el resto de santoral de órganos están como una rosa recién plantada pidiendo paz, a ratos, y pidiendo más guerra, casi siempre. Me gustaría decirle que no me equivoqué demasiado, que aunque sé que se siente orgulloso de mí aún así de cuando en cuando me gusta darle motivos. Por si vienen al caso aunque no vengan nunca.

Porque le despedí como supe, pero a uno le gustaría estar despidiéndose siempre, para que aunque ya no estés no se te pierda de vista nunca. Como si fuera posible perderte de vista.

Y el domingo, sano como una manzana físicamente pero enfermo como una buba psíquicamente, fui a casa de Cisneros a seguir currando, y desayunamos los dos con Cris y, en un momento idiota y gilipollas como sólo pueden ser este tipo de momentos, mientras tú Cisneros hablabas de altavoces que querías comprar, ella Cris te miró con esos ojos de «este es el tipo al que quiero». Tan sencillo como eso. Y me sentí bien por ti, me sentí bien porque esas cosas aún existen y, de vez en cuando, se dejan ver. Así que curramos y curramos y me fui a comer con mi madre y mi hermana al parque.

Y mi madre dijo: «tu padre se murió porque no se cuidaba» (con su brutal delicadeza habitual).
Y Carol dijo: «también estaba triste».

Y yo cambié rápidamente de conversación porque no todo lo que puede decirse debe decirse en Según Qué Circunstancias.

Y volví a currar de nuevo con Cisneros y el domingo empezaba a extinguirse y me sentí preso de la cama y terminé mi cerveza y me dije «tranquilo amigo, que vamos bien, que estamos sanos» y me senté aquí a escribir pensando que, al fin y al cabo, se me ha dado una segunda oportunidad y pienso hacerle un hueco en mis lecturas de cabecera. Aún no sé cómo ni de qué modo, pero el hueco está hecho.

No es todo tan sencillo ni tan complicado. No es nada algo extraño.

Pero es jodidamente difícil e intrincado seguirle la pista a algo.

Mantente vivo. Mantente despierto. No sucumbas. No desesperes.

Lo demás viene rodado.

«Eso es una mierda puta plantada en medio de la nariz».

Ok, correcto. Pues al menos, si te mantienes vivo, despierto, si no sucumbes y no desesperas, lo demás sigue viniendo.

«Por ahí mejor».

Pues claro.

la milla verde

Una cosa me deprimió un poco mientras hacía el equipaje. Tuve que guardar unos patines completamente nuevos que me había mandado mi madre hacía unos pocos días. De pronto me dio mucha pena. Me la imaginé yendo a Spauldings y haciéndole al dependiente un millón de preguntas absurdas. Y todo para que me expulsaran otra vez. Me había comprado los patines que no eran; yo los había pedido de carreras y ella me los había mandado de hockey, pero aún así me dio lástima. Casi siempre que me hacen un regalo acaban por dejarme hecho polvo.

J.D. Salinger. El guardián entre el centeno.

Raramente comprendes lo que hacen por ti. Te levantas por la mañana y alguien ha hecho un desayuno estupendo, perfecto para plantarle algo de cara a la resaca; un pequeño respiradero antes de volver a ganarte la vida perdiéndola, dándola de sí hacia sí misma hasta que implosiona perdida entre el oxígeno rarificado de tanto hueco; unos huevos, con jamón quizá, un poco de zumo de naranja, un café con sabor a pueblo (lo del pueblo era amor y el café… era una mierda, ahora que recuerdo); y quizá no te guste desayunar huevos con jamón y el zumo de naranja te da acidez y el café te sube la tensión hasta la estratosfera, donde un pájaro le pega un picotazo y desciende a los infiernos del sueño absoluto; pero da igual y te lo comes todo y lo saboreas como si fuera tú última oportunidad de llamar a algo por su nombre, y llamarlo «hogar».

Y sigues sin comprender nada. Porque sigues pensando que no mereces nada.

Tiendes un beso para dar las gracias, y ese beso te trae una nariz y un mechón de pelo que te hace cosquillas en la barba. Y los labios del otro lado, de la trinchera de enfrente, más la nariz y el mechón de las cosquillas, hacen que una pequeña lágrima rebose la indefendible frontera de tus párpados y se desglose en tu mejilla. Sin ninguna intención, por supuesto. Sólo sale.

Qué momento. Para la otra persona es como si lee en el periódico que los reyes magos acaban de comprar todas las acciones de una empresa de carbón. Una sospecha de ese calibre. Un dolor con ese filo.

Estás perdido en este juego, colega. Estás más que perdido. Te miras sonreír cuando sonríes y no comprendes cómo has llegado hasta este punto, porque nunca pensaste que podrías hacerlo en ningún caso.

La ciudad, que está fuera, bulle de vida. Y la vida de vidas. Y algunas vidas se resquebrajan porque son estúpidas, porque están construidas sobre gilipolleces y es sólo cuestión de tiempo que revienten contra el cristal impúdico y público de la rutina. Sabes que los del bar de abajo siguen divorciándose, el proceso sigue su curso. Mientras tanto, como ninguno quiere ceder, trabajan juntos. Nunca he tomado unas cervezas con tanta espuma de odio. Nunca he disfrutado tanto una cerveza. No soy un cabrón, presupongo, pero sí… que sé… que las fiestas de disfraces realmente empiezan cuando todo el mundo se quita la careta. Ahí se dan y se toman las alegrías.

Creo que sé al menos que, cuando las máscaras se retiran, nadie está pensando en colarte una estampita. Te las siguen vendiendo, pero ya no por la espalda. Estoy en el bar, y la rabia se puede cortar con un cuchillo de mantequilla, de lo blandita que está. La rabia se puede respirar hasta tal punto que le pides al cielo que te confiera genéticamente unas agallas que separen la rabia del oxígeno, para no ahogarte ahí dentro y seguir atento al espectáculo sórdido y demacrado de los reproches y las culpas.

Un dolor con ese filo.

Y atiendes a los reproches y las culpas porque sabes… que están ahí. Que son lo que son. Que no dan más de sí porque dan absolutamente todo lo que pueden. Llegan hasta el final. Amiga, la función terminó. Ahora estamos en las cervezas de después, cuando… las cosas se dicen.

Cuando las cosas no pueden hacer más que decirse. Porque ya no pueden escapar a ninguna parte.

(Las cosas que deben decirse siempre encuentran un silencio donde no hacerlo, hasta que no queda ninguno y no les queda más remedio que decirse).

En eso estoy pensando mientras retiro tu mechón de mi barbilla, porque me hace cosquillas. Anoche fui un tipo regordete que escribe canciones y poemas y novelas y hace fotos y diseña momentos capciosos robados al tiempo estratificando el segundo hasta detenerlo.

Y eso es verdad. Pero no es toda la verdad. Hay una estampita ahí. ¿La ves? Seguro que sí.

Y tú eras la administrativa que quiere ser actriz y que se emociona cuando cambia su perspectiva personal para adoptar la del personaje que interpreta. Y eso es verdad. Pero no toda la verdad. Hay una estampita ahí.

Puedo verla. No puedo dejar de verla.

Y te has levantado y has frito los huevos y sacado el jamón de su frío envoltorio de plástico y reventado las naranjas contra el exprimidor y has hecho café en mi cafetera.

Y yo entonces me he levantado, y he visto la mesa. He parado un segundo antes de ir a mear. Con esa leve, recoleta y dulce vulgaridad de lo cotidiano. He dejado los huevos enfriarse mientras yo meaba. Tiraba de la cadena. Me lavaba las manos.

Y cuando he ido a besarte una lágrima estúpida ha salido de su cajón y se ha hecho agua en mi mejilla.

Y cuando todo todo todo empieza es precisamente cuando todo todo todo acaba.

Cuando me hacen un regalo acaban por dejarme hecho polvo. La realidad suele jugar a ese tipo de cosas. Y eso se plasma en la vida. En las vidas. En lo que tenemos.

Te presto unas monedas para el autobús, sostengo el cerco de la puerta mientras te despides. No quieres irte, porque tu viaje es sólo de ida. Y aunque ninguno hayamos hablado de eso es claro como el agua de la lágrima que hijadeputa corrió por mi mejilla. Me preguntas por el bus más rápido para ir a Plaza Castilla. Yo te digo algo. Aferro el marco de la puerta. Tú te mantienes en el descansillo.

Crack.

El sonido de algo roto no existe en los tejados y no retumba en las cuencas de mis ojos y por supuesto no me recuerda jamás lo idiota que soy

mientras
cierro
la puerta

y me enciendo un cigarro

—sorbiéndome los mocos—

ahogando sollozos y buscando la ducha que elimine los rastros de ti que aún existen en mis poros.

Y pasar página salivándome la yema del dedo índice.

los finales

Estaba todo escrito en todos los lugares en los que podía estarlo. Alguien estaba jugando con plena confianza en mi estupidez, y ganaba. Eso no sienta bien. No suele sentar nada bien. No suele ser un buen comienzo para coger confianza. Todas las horas en un cajón mientras la noche desplaza al día que, aburrido, sólo quiere largarse y cogerse una buena toña en algún sitio.

Más o menos como yo.

Había intentado acercarme de todos los modos posibles. Primero hice bastante el tonto como estrategía, y compré flores y bombones e invite a cenar y demás chorradas tópicas que suelen funcionar sin renquear demasiado.

Con ella no sirvió de nada, por supuesto.

Me dijo gracias, sonrió, comió un bombón y me dijo: «¿esto es lo mejor que sabes hacer?, te va a hacer falta más».

Y cogió su preciosa sonrisa, sus ojos ligeramente achinados, sus preciosas tetas y su ombligo-orgasmo, se dio media vuelta para enseñarme su culo lítico y desapareció doblando la esquina. Yo me quedé en la puerta del restaurante preguntándome cuándo hice el último curso de reciclaje. Eso de cara a la galería, claro. En realidad me quedé pensando por qué me gustan así de difíciles. Por qué me empeño en no aprender nunca, como si mantenerme ignorante fuera una delicia moral, o un postulado honorable o el lugar en el que me gusta pasar las vacaciones en verano tranquilamente.

Otro día nos emborrachamos en un garito asqueroso, comimos perritos con mostaza en una ninguna parte como otra cualquiera, y follamos como bestias en mi cama hasta que se hizo de día. Supongo que como panteras, así me lo imagino. Al menos, en la intensidad en la que soy capaz todavía. Creo que fue bastante bien, dadas las circunstancias. Se despertó al mediodía, se comió mis tostadas, se bebió mi café, me dio un beso en la mejilla y me susurró al oído: «sigue buscando, cariño».

Y, claro, de nuevo se fue, con todo su séquito: tetas, culo ombligo, ojos… Se llevo las luces con ella, sabiendo perfectamente lo que hacía.

Esta vez no había sido más que una derrota parcial, por supuesto. Yo ya sabía que no iba a conseguir más que hacerme ganar tiempo y llevarme unos polvos de regalo. No es bastante, pero a veces es suficiente. Según el día, puede ser una victoria entera y absorbente. Puede serlo todo.

Ya.

Pero ella seguía ganando. Seguía apostando, y ganaba una y otra vez. Y todo porque contaba con mi estupidez, en plena confianza, y yo no le fallaba.

Era estúpido como ninguno.

Ayer fuimos al cine, y en la oscuridad de la sala grité «deja de tocarme, por Dios, joder, deja de tocarme, quiero ver la puta película» hasta que vino alguien de seguridad y nos echó. Su mirada era divertida. En ningún momento dijo nada. No se sonrojó. No se avergonzó. Sólo miraba para ver si yo podía llegar a alguna parte. No hizo nada por evitar nada.

Cuando nos depositaron amablemente en la puerta me dijo «me apetecen unas tortitas». De acuerdo, pago yo. «No, tonto, estas corren de mi cuenta».

Y me fui andando tras ella, detrás de la piedra que se bambolea entre sus caderas sin aparente esfuerzo.

Parece que este estúpido aún puede respirar, de cuando en cuando. Aún así… todo estaba escrito por todas partes, en todos los lugares en los que podía estarlo. Estaba escrito, bien escrito. Nada terminaría bien, porque nada que merezca realmente la pena termina nunca bien.

Por eso todas las historias, las novelas, las películas, los cuentos… todo tiene un final. Un punto a partir del cual todo sucumbe, decae, se marchita, se agosta, fracasa.

Y por eso lo dejamos aquí, que es cuando aún podemos mirarnos a los ojos y felicitarnos por el partido, intercambiar banderitas conmemorativas y emplazarnos en la próxima temporada con brillo en los ojos.

Y esa extraña intensidad en la mirada que no desaparece ni cuando apartas la vista.