El cuerpo de Gorrister colgaba flácido, en el ambiente rosado, sin apoyo alguno, suspendido bien alto por encima de nuestras cabezas en la cámara de la computadora y sin balancearse en la brisa fría y oleosa que soplaba eternamente a lo largo de la caverna principal. El cuerpo colgaba cabeza abajo, unido a la parte inferior de un retén por la planta de su pie derecho. Además, se le había extraído toda la sangre por una incisión que se había practicado en su garganta, de oreja a oreja, sin que ello hubiese dejado rastro alguno en la pulida superficie del piso de metal.
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Cuando el verdadero Gorrister se unió a nuestro grupo y se miró a sí mismo, ya era demasiado tarde para que nos diésemos cuenta de que una vez más, AM, nos había engañado. Había hecho su broma, su diversión de máquina. Tres de nosotros vomitamos, apartando la vista los unos de los otros en un reflejo tan arcaico como la náusea que lo había provocado.
Gorrister, por su parte, se puso pálido como la nieve, pues fue casi como si hubiese visto un ídolo de vudú y se sintiese temeroso por su propio futuro. “¡Dios mío!”, murmuró y se alejó. Sin embargo, no tardamos en encontrarlo un poco más allá, sentado tembloroso con la cabeza entre las manos. Ellen se arrodilló junto a él y acarició su cabello. No se movió, pero su voz nos llegó clara a través del telón de sus manos:
– ¿Por qué no nos mata de una buena vez? ¡Señor! No sé cuánto tiempo voy a ser capaz de soportarlo.
Era nuestro centesimonoveno año dentro del complejo de la computadora y Gorrister no hacía más que decir en voz alta lo que todos sentíamos por dentro.
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