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El tarado

Nos conocimos en un garito
y nos dijimos hola de alguna forma
que hoy todavía no encuentro y nos
largamos convencidos a una habitación
que tú habitabas convenientemente
en alguna parte cercana para no caminar
mucho. Nos largamos sin preguntar
a nadie porque a nadie no le importan esas
cosas tan nuestras y porque con nuestro
nivel de cerveza debíamos forzosamente
concedernos cero en protocolo. Llegamos allí y
allí nos pusimos a conocernos en
serio durante el tiempo suficiente como
para que tú quisieras echar raíces en mis
bolsillos y yo te dijera que aquello
era imposible en aquel preciso momento.

“Míralo, tengo los bolsillos rotos del
peso y aún así te juro que de ellos no se cae
nada y ya no puedo insertar nada aquí,
rebosan de objetos que he ido compilando
en mi vida y se han quedado, sin
educación alguna, reventando la
tela del interior del pantalón. Quisiera
hacerte un hueco pero ya ves que es imposible
mientras no eche fuera todo esto que
no es sino un abismo insondable entre
tú y yo”.

Recuerdo cómo te reías mientras afirmabas
que allí dentro tan sólo encontrabas
unas llaves miserables y un paquete de pañuelos
de papel sin pañuelos. Yo mismo no sé cómo
no veías si yo te observaba mirar las
perrerías que se han ido haciendo fuerte en
mis costados y se adosan a mis piernas como
lapas metafísicas si se comprende así de
inextricable y jodido. Tú te seguías riendo y
yo cruelmente te indicaba que no, que tenía que
irme porque otra realidad más en mi forzosa colección
y me aplastaría sencillamente la fuerza de
la gravedad de los cuerpos.

Y por eso me fui y tú te quedaste no sé
muy bien cómo en realidad. Quizá pensando
que yo sólo quise entrar por la cincunvalación
de tus piernas al sendero de tu sexo,
nuestro nexo físico orgánico, o quizá
pensando vayaunamierdadenochelajodíotravez
y encima conunidiota.

Después volví y te dije “quizá si me ayudaras,
quizá sólo si tú me ayudaras volvería
a habitar algo más que piernas y nexos
y a llenar unos bolsillos limpísimos
y diafanísimos sólo con las cosas que realmente
me importan”. Hiciste café -por fin te diste
cuenta de que aquello era Aquello-,
sonreíste -querías irradiar
confianza-
y comenzaste pacientemente a
desgranar las cosas que me cosifican
y me solidifican en algo que no me deja
buscar yos en otras partes y que sólo
me deja ser Yo todo el tiempo. No sé
si sabías lo que estabas haciendo o ni siquiera
cómo lo estabas haciendo pero yo sí,
y es lo que importa,
sabía que estabas allí con todo tu empeño
y con algo que yo deseaba llamar amor
y eso y llamar amor amor amor a eso
y vaciar el peso
de tantos años
recolectando
cosas y vidas y seres
que, si hubiera dependido de mí,
se hubieran esfumado como
lapiceros en cafeterías cuando vas a tomar
café con un libro y la intención de
subrayar algo.

Prólogo

Una letanía, a lo lejos.

“Dentro del tiempo, dentro del mar,
dentro de las horas que aún nos quedan por estar”.

Por estar juntos, supongo.

Qué bonito era todo, todo antes. Ahora,
de vez en cuando, lo vuelve a ser, luego
se difumina. Tenemos demasiados
encuentros mal gestionados.

Después, quizá, si todo se acaba o
cuando todo se acabe,

me preguntaré una y mil veces por qué
no hice algo más.

Darte un beso, de repente, en medio de una discusión.

Cogerte de la mano y decirte “eh, soy yo”

“shh, soy yo”

“soy yo…”

Ahora, de momento, siento que me quiebro
y que me debo algo a mí mismo que me impide dar
otro paso a tu encuentro.

Seguramente me parecerá idiota en un futuro haberlo hecho.

Me quiebro entre lo que me pides y esperas de mí
y lo que estoy dispuesto a dejar de ser.

Cada vez menos. En una época de desorientación
hasta lo más mínimo es un bastión que defender.

Un asunto preciado y precioso, saber algo.

“Eh, soy yo”

“shh, soy yo”

“soy yo…”

Y mientras

espero a que lleguen las ganas
para vestirme,
a que me conquiste el ánimo para
hacer algo,
llamas a la puerta y abro -cabreado
por la obligación de levantarme
sin estar preparado-,

y
“me he dejado mis libros”,
“no vas a llegar a tu clase
de las diez y media”,
“ya no me importa, ya no
puedo hacer nada”,

y lo curioso,
lo extraño del asunto,
es que nos metemos en la cama
y algo ha cambiado,
algo pequeño que no puedo
localizar para recolocarlo,

algo pertinaz y recalcitrante
que deforma el colchón y
hace que ya no encajen
bien los cuerpos,

y, como no lo encuentro
y tú tampoco, al final
no te queda más opción
que decir
“bueno, ahora sí,
de verdad tengo que irme”,
“¡vaya mundo!, tenemos que
volver a vernos con más tiempo”,
“¡oh!, seguro, en la mesa
te dejo mi teléfono”,
“¿te acompaño?”,
“no, no te preocupes, ya
conozco la puerta”,

como sé que no voy a
volverte a ver nunca, te digo
“cuídate”,
“no tengo otra cosa que hacer”,

y me quedo allí tumbado,
preguntando a todo el mundo
por qué las cosas suceden como
les viene en gana, según
su ánimo.

Y sólo responde el viento, aullando
más allá del cristal de la ventana.