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Final del reino

1.
Tengo los huesos empapados
de esta fría y constante lluvia
y, mientras los coches rebuznan
su inmarcesible canto asfáltico,
paseo las calles que me eluden
forjando un vacío en derredor mío.

Yo soy un punto de nada
en la vida que ubícuamente
me rodea, un caparazón sin
carne que mira, sonríe,
enciende un cigarro y
sigue andando.

Tengo todos los años en mi
cabeza, como gotas de estaño
refulgen en mi memoria, hacen
sonar campanas de variopintas
melodías, de distintos chismes
y calendarios acordonando con
sutil hilo los compartimentos estancos
de mi pasado.

Tengo los huesos empapados, lentamente
controlo con eficacia mis pasos,
late en mí la huida maldita
que me ocupa desde que
no
estás
a mi lado.

Un vano en movimiento,
encendiendo frágiles corrientes
que yo solo percibo en este vergel
de días y luchas y muertes
estúpidas, estúpidas…

Sobre la puerta acrisolada
un letrero reza “entra”, acepto
el reto y hago girar el
pomo de la cerveza.

2.
Asesino la calma con voz
turbia y pido: la
mismísima vida en una jarra.
Oigo gotear mis pensamientos en
las cuencas calcáreas de mi cerebro,
nacen de un brillo, se arrastran
por tonterías de cemento, su matriz
prometida, ven la luz
y
caen
al
fondo,
donde sólo es real el olvido.

No podría ser de otro modo. No
saben que, de alguna forma, aún les
gobierno lo suficiente como para
no dejarme reparar en ellos. No
tienen ni idea, están equivocados,
ven al fondo el resplandor y
nacen a un abismo que los absorbe
y desposee de cualquier rastro de
existencia.

Ellos son peligrosos. yo estoy aquí
y huelo su corazoncito blando
e indefenso, su punto débil
y neblinoso. Ellos son el peligro,
yo corro, les destruyo mientras
avanzo.

Sorbo vida amarilla y nacarada,
de la jarra. Ahora es perfecto. Apago
el cigarro en el cenicero. Observo.
Somos grises y giramos. Me concreto en un rostro, le abrazo,
me acuesto en sus labios
y me voy desposeyendo. Empiezo
a conseguir sonar a hueco. Hieráticamente
le convenzo de mi carácter fantástico.
Es sencillo el resto. Demasiadas
sábanas, demasiados besos fingidos,
demasiado tabaco. Estoy
huyendo.

Dentro-fuera

1.

Tienes miedo. Crees que
sobras. Piensas que por lástima
—o algo así—
sigo compartiendo Madrid
contigo.

Yo te escucho decir esto
y miro impotente tus pequeños
ojos húmedos.

Impotente te escucho. Sin palabras.
Sólo besos y abrazos que tiendo hacia ti
intentando que comprendas. Termino la
cerveza. Aún no sé decirte.

2.

Quiero que comprendas. Afuera la prisa. Aquí
dentro la cafetería y

estamos sentados. Alrededor las mesas y
aquí mismo La Mesa. Quiero y

me empeño. Caigo rendido y tú estás
a doscientos kilómetros de mí, no puedes y

te esfuerzas y no entiendes. No podría
decirte, ojalá pudiera señalar con el dedo y

mostrarte lo evidente. Lo que con palabras
no puedo. Y afuera Tú, Yo, y

adentro un hueco donde aún un dulce perfume
recuerda nuestra estancia, aquí,

dentro.

El vendedor

Después de mucho tiempo comprendí
que, al fin y al cabo,
el tipo sólo era culpable de sentirse
todo lo culpable que era.

Y eso muchas veces es más de lo que puede
soportar un hombre en su sano juicio.

No tenía muchas ganas de navidad,
iba refugiándome en las esquinas suplicando
un cambio de estación, una sorpresa sin contraprestaciones
o un limbo en el que cobijarme.

Iba rezando a dioses que no tienen oídos
y esperando que el sonido de los pasos de mi
huida
llamara la atención de algún modo a algo.
O quizá que me dejaran tranquilo,
no puedo precisarlo en este momento.

Nunca es tarde para dejar de llamar a casa,
nunca es suficientemente tarde para romper la maleta
al salir del hotel. Nunca es demasiado tarde
para dejar la mesa puesta, a los invitados sonriendo
y coger la puerta con prisas y sin señales aparentes.

El tipo sólo pasaba por allí.

Yo no pensaba en nada más que en seguir corriendo hasta
que fuera pronto de nuevo para algo. Deseaba
llegar temprano a alguna parte.

El tipo sólo pasaba por allí vendiendo algo
o mostrando alguna especie de catálogo.

Y se encontró con una huida y con mis gritos.

No replicó.
Bajó la cabeza al suelo y se escondió detrás
de las orejas. Años, muchos años más tarde,
comprendí que el tipo aquel sólo era culpable de sentirse
todo lo culpable que era.

Y eso muchas veces es más de lo que puede
soportar un hombre en su sano juicio.

Pero eso no lo sabía entonces.
Y a duras penas lo entiendo ahora.