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Estamos…

… en Plaza Castilla
y observamos
caras borrosas, que semejan
tantas otras que jamás
miraremos.

Estamos allí como en un
sueño, admirando lo que tan altivo
se yergue sobre tan volátiles
cimientos.

Tu fumas “fortuna” y yo
“golden virginia”, reconviniéndonos
nos besamos, haciendo concesión
al espacio. Tus pantalones
vaqueros nos miran estúpidos
desde tus piernas. Las lenguas
se abrazaron, anudándose con
el permiso tácito de los labios.
Las sonrisas, que nacieron luego,
crecieron tullidas por el desencanto.
Y la lección bien aprehendida: creencia,
ilusión, pasión, acción. Y
los zapatos bien anclados al sólido
asfalto. Y los cigarros bien
menguados ya. Y el autobús. Nos
veremos. Mañana. En el mismo
sitio. Nos esperamos ahora, aun mientras
nos marchamos. Cada uno es el
discípulo fiel de sus propios pasos.

Lo llamaron Dios

En las calles
empezaron a llamarlo. Cómo se reían
los borrachos, borrachos.
Aquel fantasma de tenue y
pobre voz fue macerando,

tomando una consistencia imposible
en los labios que, calmos y
aquietados, no cesaban de
nombrarlo.

Y fuimos olvidando aquello,
el principio, cuando ni voz ni
camino, ni luz ni sombra
aguardando en cada mañana,
cuando las estrellas no eran
sino brillos remotos que orlaban
la noche. Cuando Tú
y Yo eran olvido y no pertenecían
a ningún sitio, cuando esperaban,
dormidos, una palabra que se alzase
para despertarlos.

Y fuimos olvidando. Excepto los borrachos.
Su horda lúcida nos ha acompañado,
desde entonces,
transcurriendo en el estricto margen
de nuestros caminos torcidos.