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No es el fango más que fango…

… y la tierra más que tierra. No somos
dioses, ni bastardos, ni humanos.
Marihonestas bien educadas que juegan
enfermizamente a disimular sus propios
hilos. Tomo café en un
buen escenario. Me diluyo. El
buen borracho bebe para hacerse
un hueco en el mundo (él está en
el margen del camino). El borracho sabio
no huye, demasiado paralelos y alejados
vuelan ya sus pasos. Demasiado
extrañas resultan sus voces:
las a veces acíbares,
las a ratos dulces.
El verdadero borracho desespera
en los relojes y envidia, ama a aquel
enredado sin esfuerzo
en los entresijos del
mundo.

Desespera y ama cuando anhela
su porción de mundo.

Sentí no necesitar

Sentí no necesitar ya más lo superfluo
– ¿qué dios, qué satán produjo tal sortilegio? -,
poder caminar seguidamente sin los cadáveres que,
afianzados en mis costados,
golpean mis caderas cuando ando.

Sentí ser aire sin dueño volatizando
mis muertos -¿qué ángel, qué espectro
llamó a aquellos mis fracasos?-,
poder atravesar muros feraces de cemento
con el solo hálito de mis labios.

Sentí la levedad, la alegría desmedida
de lo liviano, aéreo, lo que emerge
de un suelo enfangado y busca el
pulsar vital de lo elevado.

– ¿Qué imbécil, que genio quiso desbastar
de tal forma mis pasos? -.

A veces regresamos…

… a aquello. Sobre
el azar de los edificios el azar
de la vida, rizando el rizo.
Estamos inseguros de estar seguros
de no equivocarnos. Estamos
semiilusionados, semimalditos,
semivacíos.

Aún preferimos el azar del
gato y, felinos, ronroneamos. Por
nada en concreto, sólo por el
gusto de hacerlo. Yo
te acaricio la espalda y
tú maúllas paulatinamente tu
inmediata satisfacción.

Es casi lo único que queda,
casi lo propio.

Y sigue siendo quietud, creencia
sin creencia, pasión sin pasión
cuando las luces se apagan y
la elección del camino es
absolutamente indiferente.

A veces me pregunto si no fui yo,
o tú, quien cegó
el resplandor inmenso del brillo
tenaz en los ojos.