de haber comprendido de una
vez y para siempre, te canto:
“Quédate con mis días,
con mis noches también,
quédate con mi vida
si no te vuelvo a ver,
quédate, no te marches,
que no te quiero perder,
quédate con mi cuerpo
de la cabeza a los pies… ”
Perfectamente convencido
de no tenerte te lo digo,
palabras que caen en vano
sobre tus oídos, que no cambian nada
lo ya dicho,
pero que, sin embargo, dibujan una
sonrisa complacida en tu boca
mientras te vistes,
mientras te redecoras con tu
lápiz de labios y te peinas
en el lavabo,
y yo estoy aún en la cama,
soñando con la noche que ahora
se diluye, con tus piernas y
mis propias palabras aún sonoras
en el aire viciado de humo de tabaco,
y tú terminas y me miras
como si fuera el único hombre
al que hubieras querido nunca,
te reclinas sobre las sábanas
que nos han tenido esta noche,
yo te beso como si fueras
la única mujer a la que hubiera
amado nunca,
y tú dices “gracias”
hermosa como la misma vida
recogida en un instante,
y también “tengo que irme, tengo clase
a las diez y media”
y es entonces cuando ya sólo quedan
las palabras y el humo,
tu aliento de café con prisas
y leche sobre mis mejillas
húmedas.