Mi padre nació el 30 de enero de 1940. Voy a poner aquí el capítulo en el que le describí en una novela que nunca llegué a terminar. Le he descrito muchas veces, pero… hoy no es posible mucho más.
«Una de las personas a las que más admiro (y no digo más por no recabar en el superlativo, sin más) es mi padre. No es por nada especial, en principio. No me gustaría ser como él, en ningún caso, ni llevar la vida que él ha llevado. No estoy de acuerdo con la mayoría de sus planteamientos, ni políticos ni vitales en general.
Sé que de joven practicó boxeo, y recuerdo cómo de pequeño me gustaba sentarme en el suelo a mirar cómo él leía, tumbado en el sofá, boca arriba, sosteniendo el libro con un brazo derecho enorme, solido, sencillamente intratable. Él leía tumbado y no se daba cuenta de cómo yo le miraba, o fingía no verme. También le veía así, en la misma postura, tumbado en la cama de matrimonio, el mismo brazo de popeye el marino. Yo siempre distinguí (mi cruz a lo largo de toda mi vida) entre ángeles caídos y lectores, y el brazo enorme me parecía caído hasta el extremo, todo un contrasentido cuando veía el libro, extrañas compañías. Yo ahí debía tener tres años (mi único recuerdo de la infancia que no ha sido extraído, a posteriori, de los álbumes de la puerta de abajo del mueble del salón). Cuando llegué a prescolar me leí las cinco cartillas en un tiempo record, y me tuve que llevar libros de casa para terminar el curso. Nunca he dejado de leer, he tenido bajones, pero jamás lo he dejado completamente.
Y sé que es por esa imagen, por la del brazo de mi padre sosteniendo un libro.
Pero no es por eso por lo que le admiro, por lo que es, quizá, la persona que más admiro. No. Equivocado o no, mi padre siempre tuvo valores a modo de genes (modifican el mundo exterior pero jamás se ven alterados por él en lo más mínimo). Fue con sus valores a todas partes. No le salió demasiado bien, quizá ni siquiera ahora le esté saliendo demasiado bien. Pero siempre fue un hombre íntegro (y no quiero decir con ello que no hiciera burradas, más bien al contrario, pero siempre dentro del campo delimitado por esos valores).
Cuando quedé finalista en un premio de relatos por primera vez, me editaron en un librillo. Coincidió con sus bodas de plata. Le escribí una dedicatoria en la primera página diciéndole todo lo que siento, cuánto le admiro. No se lo pude dar. Hay barreras que son muy jodidas de traspasar. Hay bloqueos que no se rompen tan fácilmente como me gustaría. Todavía tengo el libro, y la dedicatoria, en la estantería. No pierdo la esperanza. Algún día se lo daré.
Cuando me fui a vivir a Canarias durante un tiempo (tendría yo veinte años escasos) me regaló un reloj. Estábamos solos en casa. Me lo dió y me dijo: para que no puedas evitar acordarte de mí, cabrón. Me partió en dos, o en cien mil pedazos. Me inventé una cita, le dije que había quedado, que me tenía que ir. Estuve dando vueltas a la manzana cercana hasta que imaginé que habrían vuelto todos a casa. No podía enfrentarme con aquel abrazo, el que le tenía que haber dado después de recibir el reloj, después de recibir aquella frase manida y lapidaria (que se cargaba de sentido porque era él quien la decía, no por otra cosa). No, porque en ese segundo hubiera llorado todo el cariño que no di durante todos mis primeros veinte años a ese hombre. No hubiera estado bien llorar. No sé si él lo hubiera entendido. Yo siempre fui un llorón. Él no.
Una vez discutió con mi madre y cogió la puerta, y yo ya tenía la mochila preparada. Tomamos un café en el estudiante. No recuerdo de qué hablamos. Pero yo era el tipo de dieciséis años más feliz del mundo. Eso sí que lo recuerdo. Sólo quería estar con él. Con alguien tan entero. Con alguien con esos valores, como genes, que modifican el mundo al completo sin que el mundo pueda tocarles ni un pelo.»
Te daré un fuerte abrazo cuando te vuelva a ver, amigo.