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espejito espejito

Él estaba convencido de que el día era azul, gris, naranja y amarillo mientras rodaba por la acera para llegar al trabajo. Lo importante en un ser humano son las piernas y el sentido del humor, todo lo demás es secundario. Acababa de salir del banco, donde había solicitado una nueva tarjeta, porque tenía la suya rallada. Cuando entró por la puerta se encontró la sucursal vacía de clientes y se alegró de haber ido tan temprano. Le recibió un cajero ojeroso y con la corbata torcida que le masculló un “buenos días” seguido de un “¿en qué puedo ayudarle?”

– Me gustaría solicitar una tarjeta nueva, la mía está rallada.
– Bien.

Cogió una hoja, la introdujo en una impresora, toqueteó en el ordenador y comenzó el traqueteo del mecanismo mientras la hoja se convertía en una solicitud.

– Tiene que firmarme aquí.
– Perfecto.
– La recibirá en su domicilio en una semana.
– ¿Tanto tiempo?, ni siquiera he traído la libreta, pensé que me la darían en el momento.
– No, no es ese el procedimiento. Pero si quiere, con la vieja y su DNI puedo facilitarle el dinero que necesite.
– Bueno, entonces vaya retirando unos trescientos mil euros…
– Ya veo. La cantidad solicitada tiene que estar disponible en su cuenta.
– Entonces… deme sesenta.

La gracieta había sido terrible, pero ni siquiera arrancó una mueca de disgusto del cajero. Simplemente, la ignoró. Él se sintió como si se hubiera tirado un pedo en medio de una recepción oficial, o justo después de hacer el amor. Y el caso es que el cajero… no imponía mucho respeto. Una calvicie más que incipiente, la barba de tres días, el traje arrugado, una más que solemne halitosis…

– Perdone el comentario, pero es que me gusta bromear cada vez que puedo. Es sano.
– Entiendo. Aquí tiene su dinero. Si necesita más antes de recibir la tarjeta recuerde que sólo podemos hacer este tipo de operaciones antes de las diez de la mañana. Que tenga un buen día.
– ¿Qué sucede a las diez de la mañana?
– ¿Disculpe?
– Sí, ¿qué sucede a las diez de la mañana para que ya no se pueda sacar dinero con la tarjeta y el DNI? Porque, a partir de la misma hora, tampoco se pueden pagar recibos. Es simple curiosidad.
– Es normativa del banco.
– Gracias. Que tenga usted también un buen día.

Azul, gris, naranja y amarillo mientras los coches se van atascando en el torrente de la circulación vial. Naranja mientras cruzaba el paso de cebra y un autobús le pitó. Él miro al semáforo, en verde para los peatones. Se quedó mirando a la luna a la altura del conductor, levantó los brazos y señaló al muñequito verde andante. El conductor le hizo el gesto de que pasara. Él se puso a bailar en medio del paso de peatones. El conductor sacó la cabeza por la ventanilla.

– Venga, hombre, pase de una vez.
– Ahora mismo voy, amigo. Estoy bailando un poquito. Me gusta bailar.
– ¿Y no puede hacerlo en la acera?
– Por supuesto, pero no me gusta que me piten tan temprano.

El conductor metió la cabeza y miró hacia atrás. La mitad de los pasajeros se estaban riendo y la otra mitad estaban cabreados porque ya llegaban tarde. Y ahora mismo le tiene que tocar un cabroncete simpático. Bien comienza el día. Él comprendió que estaba enfadando a gente y siguió andando, aunque sin dejar de saber que todo el mundo se cabrea solo y, sobre todo, por sus propios motivos. Normalmente a la gente no le hacen falta motivos extra para montarse una fiesta de gritos. Normalmente disimulan así sus problemas, los cubren de sentido. De sentido externo, claro.

No termina de llegar a la acera, se pone a caminar por el asfalto, a la izquierda de los coches aparcados. Va bien de tiempo, así que no tiene prisa. De repente recuerda que anoche anotó la dirección de la bitácora de un amigo en un papel, pero no recuerda si después lo metió en un bolsillo, en la cartera, o si terminó en el suelo entre las cáscaras de pipas o en el último tercio antes de volver a casa. Se detiene, saca la cartera y comprueba si está ahí.

– ¿Es suyo este coche, amigo?

Azul, azul del municipal que le pregunta. Se puso a mirar la situación y se dio cuenta de que el coche en cuestión estaba aparcado en un reservado de minusválidos.

– Es mío, pero no pienso quitarlo.
– ¿Disculpe?
– Mire, voy andando al trabajo, y las llaves del coche las tengo en casa. Si tuviera que moverlo tendría que volver a por ellas, y llegaría tarde.
– Pero entonces voy a tener que multarle.
– Haga usted lo que deba, caballero, pero yo no puedo llegar tarde.

Diez metros después un tipo salió gritando “¡espere, espere!” de una cafetería. “Lo tiene bien merecido, por andar aparcando en reservados de minusválidos. Qué gente, de verdad, qué gente”.

Gris y amarillo del logotipo de su empresa. Gris y amarillo, otra vez, del logotipo de su empresa en la máquina de café. Gris y amarillo, una vez más, en el capuchino que escupe la máquina en chorros. Tres incoloros y uno con color para terminar formando una pasta gris y amarilla.

– ¡Buenos días!
– Buenos días, Esperanza.
– ¿Un cigarrito?
– La duda ofende.
– ¿Y cómo lo hace?
– No tengo ni idea.

el sueño de la razón

Y qué decir de los gritos, de las borracheras, de los días sin fin cuando nada tiene fin alguno. Qué decir de los polvos a hurtadillas contra el destino sin destino de vivir los días sin sentido. Qué decir del mañana cuando dicen «ha significado algo», y para uno no ha significado nada. Menos que nada. Lo que se vive a la contra significa menos que nada. La educación en el fundamentalismo existencialista. Los días de espera esperando nada cuando nada hay posible. Me noto el poderío debajo del sobaco. Hay fundamentalismo existencialista, como en cualquier parte. Decía el colega:

El problema no es tanto el de cómo introducir ideas en una cabeza, sino el de cómo preservar a esta última de ser aplastada por las primeras.
Paul Feyerabend. En camino hacia una teoría del conocimiento dadaísta.

Y no es que tuviera razón, es que tiene la puta razón. Me siento cansado. Durante treinta años les he creído. He pensado que era mejor la razón. Y no me ha traído nada bueno. Y, además, me doy cuenta de que he dejado pasar de largo muchas cosas. Mi cuerpo, mi alma, se rebelaba y se iba de pedo. Se iba a tomar todas las cervezas de la cámara. Pero al día siguiente me sentía culpable, culpa de la razón. La razón es el salvavidas de cuando en cuando, y la culpa siempre. Durante treinta años he sido un ferviente creyente de la razón, excepto en los momentos en los que mi alma se escapaba y se iba de bares, a encontrar la vida donde la vida anda.

Y al día siguiente siempre me sentía culpable. Resacoso y culpable. Puta mierda. Puta basura.

Ahora reconozco, por fin, que nos vamos a morir. Y que me da igual dónde me pille, mientras me pille contento. Ahora prefiero un poema, significa mucho más que un ensayo árido. A mí me aporta más conocimiento. No digo nada de ti. Cada cual que se busque su fuego en el que guarecerse. Ahora estoy medio en paz. Medio calmado. Tranquilo.

Y cuando me emborracho me siento de lo lindo. Al día siguiente trabajo. Son dos partes de lo mismo, y no dos vidas separadas por trincheras.

por

Dos niños besándose, cuando venía. Ella tenía la cara triste, por la despedida. A él no le vi bien, estaba de espaldas a mí. Eso es cierto (aunque sea mentira, aunque pretenda serlo a los ojos del más viejo). Las cosas, simplemente, suceden. Nosotros nos empeñamos en digerirlas después como más nos conviene, pero eso no le importa nada a las cosas cuando suceden.

Me atasco en la novela. Busco cosas que me interesen. El problema es que las cosas me interesan mientras las vivo. Después no me dicen casi nada. Sé que debajo de todo subyace algo que quiero decir, pero suelo tender a decirlo sin más. Y así es imposible que nadie comprenda nada. Es posible que un ensayo sea la forma más ineficaz de explicar algo. Así es aburrido, aunque no puedo negar que sea reconfortante. Soltarlo todo. Parece más coherente en el papel (otra mentira, parece más digerido en el papel, aunque esta digestión dudo que obtenga los nutrientes esenciales, sino órdenes artificiales de asuntos).

Me voy a dormir. Mañana será otra cosa.