La locura en un carcaj, flechas de veneno que tumbo en un arco que son mis brazos mientras agujeros y retazos y estaciones de metro. Estoy feliz, razonablemente, pero nunca he sido un tipo especialmente entusiasta. Estoy feliz y vivo, está bien, lo sé, está como es debido, está todo en su sitio o en alguno parecido, semejante, similar, como si no hubiera problema o los problemas no fueran nada en absoluto o como si el día y la noche se sucedieran de forma natural y con sentido.
Tengo pies. Camino. Me hiero uno con una valla de obra del ayuntamiento, porque soy un despiste. O dos. Estuve tumbado en un árbol. Ahora no me tumbo en ninguno. Ahora me limito a imaginarlo porque no tengo ganas. Fuerzas sí. No tengo problema en ese sentido. Ganas no. En ese sentido sí.
Me voy, me piro. Lo llaman vacaciones, yo lo llamo autoexilio. No sé si puede uno exiliarse de sí mismo, deshauciarse de su propia vida, pero voy a cambiarme la cara por otra. Voy a redibujarme, que me desdibujo viviendo. No quiero restaurarme. No tiene sentido. Voy a cambiar mi cara por otra y las horas, que todas hieren y la última mata, por otras horas. Otro modelo. Formulario desconocido.
Me cuesta hacer la maleta, como si me estuviera despidiendo de algo. Haré una mochila, es menos serio. No perder de vista la estética, en ninguna de sus formas. Voy a despedirme de la familia, les llamaré a menudo. No me voy para mucho tiempo.
Y una vez allí donde voy abriré las puertas. A ver qué veo. A ver qué asoma. A ver qué encuentro.