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El maestro cantor. Orson Scott Card.

Orson Scott Card.
El maestro cantor.

© 1978, 1979, 1980 y 1987 by Orson Scott Card.
© Ediciones B, S.A, 1992,
Bailén, 84 – 08009 Barcelona, España.
Traducción: Rafael Marín Techera.
Songmaster.

Soy Miguel. Nací hace 29 años. A veces tengo la sensación de ser muy viejo ya. Otras tengo la sensación de ser muy niño aún. Suelo parecerme viejo cuando me relaciono, cuando interpreto y actúo sobre lo que veo en los otros; ahí es donde nace y desde donde habla el bufón, que siempre intenta dar a cada cual lo que cada cual pide, pese a que lo haga de un modo u otro. Suelo parecerme niño cuando las cosas suceden. Porque hace tiempo que comprendí que nada, absolutamente nada de lo que sucede, es normal. Todo fluye recubierto de una pátina de habitualidad que no me cuesta traspasar limpiamente, sin daños, cuando son los demás los que hablan desde su aparente realidad conocida. Son otras mentes, se protegen; el conocimiento es poder y, habitualmente, heridas futuras. Pero es muy diferente cuando las cosas suceden. Las cosas no se protegen, y ahí la muselina es algo propio y fácilmente se desprende del cuerpo de lo desconocido. Ahí me siento aún muy niño. Porque para el niño todo es nuevo y es incapaz de racionalizar nada en absoluto más que ad hoc, según los acontecimientos transcurren. Y ve la enorme diversidad en la que está metido.

El niño y el viejo se han visto sorprendidos al mismo tiempo. No esperaba encontrar similitud con ellos en ninguna parte, más que quizá en alguna conversación perdida, etilica y nocturna, en el salón que todo lo acoge y que a todos se pliega. Pero está aquí.

Y me doy cuenta de lo fácil que hubiera sido no percibirlo en el libro. De que la cuestión temporal pudiera haber conseguido que no reparara en nada de ello, sólo con haber topado con el maestro cantor hace un año. O hace seis meses. Y me pregunto, sinceramente, qué vendrá después que aún no soy capaz de ver. Nadie aguanta en el reverso tenebroso eternamente, o eso me gusta pensar. Al final me arrodillo ante la diversidad, renuncio al juego de las significaciones, en toda medida en la que eso es posible. No sé por qué estamos aqui, pero poco a poco se abre paso en mi mente la belleza que supone que efectivamente así sea, de todo lo que pueden dar unas manos, una mirada, una conversación.

Y de lo fácil que es no reparar en nada de ello.

Y aquí sitúo un tocón, un punto de recuerdo. Quizá sea un libro más. Es posible. Quizá no sea más que mi mirada, en este punto concreto, que percibe lo que yo quiero ver en cualquier dirección en que miro. No puedo decirlo. Pero sí que quizá sea el libro más bello (o consciente, lo que es exactamente lo mismo) que he leído jamás. Las últimas páginas turbias por la humedad de mis propias lágrimas sobre los cristales de las gafas, sobre la tinta, son simplemente la manifestación de la alegría. No está escrito para emocionar. O no sólo. O no desde.

Es un libro consciente (o bello, o sabio, lo cual es exactamente, punto por punto, precisamente lo mismo).

Tendría unas ganas terribles de abrirme, de contarlo todo, de narrarme entero, si ello fuera posible ahora mismo. De quedarme efectivamente vacío (o pleno, lo que es exactamente lo mismo), si ello fuera posible ahora mismo. En este mismo momento.

así

Cansado de nuevo. Te levantas a las diez y te metes en la ducha con el café para ahorrar tiempo, sales corriendo al local de ensayo y de nuevo entras en combate. Apuras el tiempo porque estás bien, porque te sientes bien, porque estás haciendo algo que sabes es una barbaridad, que tiene tanta fuerza como para partir tu historia en dos. Llegas al curro, desfallecido, introduces un sandwitch de máquina en el esófago, pa ver qué tal anda, le empujas con una coca-cola de lata y un café con leche, un cigarro, un tumbo. Entras a la sala y produces, que ahora mismo es lo suyo.

Las horas se arrastran, se masca la tensión, hay mucho que hacer y te diviertes haciéndolo, tentando los senderos anegados de falta de sueño de tus sinapsis neuronales, suturas conceptos, ideas, prolegómenos, silencios, respuestas condicionadas. Tomas el bus de estar aquí, ahora mismo y por que sí.

Luego ya se lió. Hay gente que está esperando entrar en tu casa. Te vienen a buscar. Estás cansado (pero un cantautor (por ejemplo) que ya lo ha dicho todo sólo tiene dos caminos, y mejor aún si mezcla ambos), pero sabes que estás dentro, que no paras. Te duele todo el cuerpo, extenuado, pero no hay tiempo, hay que llenar el engrañaje de nuevo, para que no chirríe, que es lo que más temes casi todo el tiempo y… después llegará la noche y has encontrado el remedio para dormir como un bendito, y es no parar, y es torturarte con la actividad, y es estar siempre cantando, siempre riendo, siempre hablando, siempre tomando cerveza, siempre en medio del meollo, en el centro del tornado de la vida misma.

Eso es todo.

(Taradez de turno.

Hay una cosa clara, chisporroteante y curiosa. Cuando se cuenta la teoría del bufón nadie quiere estar con él. «No, no, no lo seas, se tú». Evidente. Todo el mundo quiere realismo. Eso me pasa por contar algo que no puede ser entendido, porque nada puede ser más real que todo este asunto. No se finge cuando no se interpreta. Pero es curioso ver como todo el mundo quiere al mimo hasta que el mimo dice que lo es contigo).

simple

Cansado, como cualquier buen domingo. El viernes cena con los del curro, vi a Dany Hare y a Sara y se me alegró el alma, por ambos. Quedaron emplazados en el concierto piloto, por supuesto. Cuento ya con seis o siete, no hay para muchos más. El sábado, cansado, fui al ensayo. Todo bien. Todo muy bien. Todo estupéndamente. Funciona. Por la noche no pude salir. Llamé al chino mientras el chaval de la dory, demasié y el galego miraban el partido. Después se fueron, yo me quedé. Estaba roto. Me levanté a las siete, y me acordé de Alonso. Puse la tele y me dormí. Terminé de verlo al mediodía. Lavé las cortinas, las jarapas. Después comí, fui a ver a mary y solano. Después volví, en bici, jugándome el tipo para despertarme. Ni con esas, sigo dormido. Recopilé libros por todas partes. Mañana tengo ensayo a las once, después curro, después tengo que ensayar mis propias canciones. No debo quedarme afónico, ahora no. Tengo la voz tocada, muchos berridos. No puedes evitarlo, la misma música te lleva a ello, bulle la sangre, fluye el odio, la alegría de vivir, la tristeza de estar siendo, la alegría del devenir, la tristeza de lo que permanece inmóvil. La alegría de ver todo rodar, la tristeza de tener la sensación, a veces, de que todo rueda por el mismo sitio. El viernes le enseñé las canciones a Loli. Creo que es una de las pocas personas que es capaz de entenderlas hasta sus últimas consecuencias, de ver más allá de las flores («estad conmigo cuando soy grande; lo demás es asunto mío»). Le encantaron porque llegó más allá de lo dicho, a lo que no se narra y que es la remadre del significado. Me gustó. Está muy bien no sentirse solo, de cuando en cuando. Uno tiene la absurda manía de ser comprendido, ya digo, al menos de cuando en cuando.

Y el sábado no me retuvo en casa el hastío, sino el cansancio que viene detrás de una descarga sobrecogedora de adrenalina. Vino el vecino, un viejo amigo del bajo y el batera, con su caravana de nieve. Yo soy un clásico, ya sabemos, no rompo mis normas si no considero oportuno hacerlo, a veces lo es. No esta vez. Ya digo que el ensayo fue magnífico. Fue brutal. Fue un completo Kombate. Solano dice que me gustan esos excesos. Pues claro que sí. Cómo no. Es fascinante que algo tenga tanta fuerza que, en un momento dado, reduzca todo lo demás a una mínima expresión de sí mismo. Incluso a uno mismo. Pura voz fluyendo con rabia sobre la brutalidad de las distorsiones cuidadas y los golpes (técnicos, rítmicos, pero golpes) de la batería. Tribal, hoguera y tipos dando saltos alrededor de ella. El mismo principio. Acabé y estaba eufórico, hiperactivo. Una hora después estaba muerto. Después de un kombate se paga el exceso de todo lo que has acometido.

Aún sigo cansado, mucho. He dormido bien, pero no importa. Hace tiempo que no tengo pesadillas. Tampoco importa. Hace tiempo que no me deprimo. Eso importa aún menos. A veces parece que vivir es muy sencillo. Y justo en ese momento se produce el milagro, y vivir es repentinamente fácil. Divertido, ¿no?

Pero es una farsa de actores, o un teatro. Las verdades siguen estando en el mismo sitio, entre bambalinas, donde no se debe mirar si uno quiere que no se caiga la significación de lo que sucede en el escenario. Difícil no mirar, pero perentorio. Si no miras todo es fácil. Si miras se complica un poquito. Alguna vez acaso todo se diluya, cambien las verdades. Ya nada signifique lo mismo. Alguna vez, acaso. Mientras tanto vivir es sencillo, mirar por la ventana, ver el coche de Koldo aparcando en la puerta. Abrir una lata de lata de cerveza, pensar en alguna película, en cerrar los ojos, abrazar la almohada, no hacer diagramas de nada, no racionalizar nada, somatizarlo todo…

hacer letras, cantar, seguir dibujando la espiral ascendente del logro. Todo en movimiento, abrir frentes. No cerrar los ojos, pero no mirar tampoco. Leer, leer mucho, currar las horas debidas, juntar los brazos para afiliarse a un credo sanador, a un milenarísmo escéptico (si se me entiende), ver la realidad guiñandome a mí mismo el ojo, de cuando en cuando, para saber que sigo aquí, de cualquier modo pero aquí…

dar un proto-concierto, con los de nunca, con los que no estuvieron, leer en sus ojos lo que expresen y darme cuenta de que el solipsismo es un invento tan racional como el pelapatatas, y tan inútil si cabe.

Después, lo más duro. Dormir como si nada. Como un niño. Sin saber nada, sin ninguna carga. Sin remodimientos. Sin ningún «lo que no» que dificulte abandonarse a la nada. Por un rato. Hasta mañana.

(Addenda:
y llama cisneros con ángela y salgo por la puerta tras despedirme de koldo, ¿para qué, si estoy tan cansado? Pues para seguir no mirando mientras veo las cosas

y hablando de paradojas:
especioso, sa.
(Del lat. speciōsus).
1. adj. Hermoso, precioso, perfecto.
2. adj. Aparente, engañoso.
rae).